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¡El tránsito a un nuevo tiempo! La Divina Misericordia
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Cuestiones sobre el tiempo
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¿Qué más ha pasado? (otras cosas)
- La Iglesia se prepara para un nuevo tiempo: el Concilio Vaticano II
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¿Qué más ha pasado? (otras cosas)
«Todavía tengo a deciros muchas cosas, pero no podéis sobrellevarlas ahora» (Jn 16,12). A comienzos de los años 60, nadie esperaba un nuevo concilio: incluso, el Papa Juan XXIII —el que lo convocó— se sorprendió de sí mismo. Su convocatoria, su trayectoria y su conclusión superaron todo aquello que podían soportar los hombres (ni que fueran “hombres de Iglesia”…). Comenzaban los aires huracanados del Espíritu Santo, el verdadero protagonista del Concilio.
1o) «¡Tiempo de coser!» (Ecl 3,7). Sorprendentemente, la cuestión ecuménica fue el primer detonante del “terremoto” que experimentó el Concilio Vaticano II desde su inicio (hubo otras “detonaciones” —buenas y providenciales— de las cuales el joven teólogo Joseph Ratzinger no fue ajeno). No fue el Concilio que las comisiones ante-preparatorias habían programado…
a) El Papa Juan XXIII quiso que el nuevo arranque del diálogo ecuménico fuera uno de los objetivos principales del Concilio, y esto condicionó (en una línea reformista) los debates sobre las materias tratadas en la asamblea. La presencia de Protestantes y Ortodoxos fue la oportunidad para profundizar —en lugar de repetir— con nuevas luces los temas a tratar.
b) Esta “atmósfera ecuménica” influyó no solamente en el debate sobre la unidad de los cristianos, sino también sobre otras cuestiones como, por ejemplo, la libertad de religión; el diálogo con los creyentes de otras religiones; la Revelación y Sagrada Escritura (donde los Protestantes habían avanzado significativamente); liturgia y Santa María (donde tenemos mucho que admirar de los Ortodoxos)…
2o) «Todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 15,52). El Vaticano II —se ha afirmado— es un ejemplo muy raro de cambio histórico manteniendo una “continuidad de identidad” (o, con palabras de Benedicto XVI, “renovación dentro de la continuidad” o “fidelidad y dinamismo”). El Concilio —liderado muy finamente por el Papa san Pablo VI— fue una hábil maniobra en la que muchos cambios han sido simplemente desarrollos, y donde muchos desarrollos han sido verdaderos cambios. Destacamos algunos aspectos (la lista sería inacabable) (Ampliación: Lo “nuevo” y lo “viejo” en la Iglesia):
a) “Cosas antiguas”. En el aula conciliar hizo fortuna esta pregunta: «Ecclesia, quid dicis de te ipsa?» («Iglesia, ¿qué dices de ti misma?»). Podríamos decir que la Iglesia no solamente se abrió al mundo sino que —sobre todo— se abrió a ella misma: redescubrió (“desarrolló”) algunos de sus propios tesoros que —en mayor o menor medida— con el paso del tiempo se habían oscurecido: Cristo y la centralidad de Cristo; la Iglesia como Pueblo de Dios (Pueblo “sacerdotal”); el Bautismo como compromiso universal de santidad y participación en el sacerdocio de Jesucristo; la vocación de los fieles laicos dentro de la Iglesia; una renovada visión acerca de la Liturgia…
b) Un aspecto de la apertura de la Iglesia fue el hecho de superar la idea de “societas perfecta” al considerarse ella misma como necesitada de purificación en sus miembros, a la vez que enviada por Jesucristo a todas las naciones.
c) «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4,3). Con el Concilio, la Iglesia asumió la “democratización” de la santidad: todo bautizado es llamado a identificarse con Jesucristo (Ampliación: La santidad en la vida ordinaria).
d) Descubrimiento del laicado: los laicos tienen su propia vocación (son los bautizados, llamados al seguimiento heroico de Jesucristo en medio del mundo). Correlativamente, se ha dado una prodigiosa emergencia de “carismas laicales”. Resumiendo: el desarrollo del laicado está aportando una imagen a color a una Iglesia que hasta ahora la pintábamos en “blanco y negro”.
Este aspecto, y los que siguen a continuación, podrían parecer muy teóricos… Pero, como se verá, tienen su reflejo en las apariciones más recientes de la Virgen María: a los videntes ya no se les exigirá entrar ni en el estado clerical ni en el religioso, sino que Santa María les pide permanecer como fieles laicos para extender sus mensajes a todo el mundo desde el mundo. ¡El Cielo está preparando la conversión del mundo entero! (Ampliación: Los fieles laicos en el Pueblo de Dios).
e) La renovación litúrgica: hasta entonces, la actividad litúrgica era una especie de acción sagrada que algunos (los clérigos) manejaban y hacían (mientras los otros, el “pueblo”, observaban). El “giro copernicano” del Concilio llevó a entender (o recuperar) la “liturgia” como una acción de Cristo en la que TODOS somos llamados a participar activa y conscientemente (si bien, cada uno según su condición): al recibir los Sacramentos, los fieles (todos, no sólo los miembros de la Jerarquía) nos convertimos en el mismo Cristo, de manera que nuestra oración y nuestra acción apostólica devienen oración y acción del mismo Jesucristo.
f) En adelante, lo “substancial” en la Iglesia será la santidad de cada uno de sus miembros (como bautizado configurado con Cristo). En cambio, ser miembro de la Jerarquía (diáconos, presbíteros y obispos) —si bien revestido de una índole sagrada— es un aspecto “funcional”, ministerial: se trata del sacerdocio ministerial, que se recibe —no como reconocimiento de méritos personales— sino como un don sagrado (inmenso, grandioso) para el servicio de todo el Pueblo de Dios.
g) La Iglesia como “nuevo Pueblo de Dios” (sucesor del antiguo Pueblo de Israel): con demasiada frecuencia el término “pueblo” había sido reservado —injustamente— para referirse al conjunto de aquellos que no pertenecían a la Jerarquía (como si fueran el “resto” de la Iglesia). En el Concilio Vaticano II la Iglesia se reconoce de nuevo TODA ella como el Pueblo de Dios (un Pueblo organizado y estructurado con fieles ordenados y fieles no ordenados).