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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre histórico
    1. Las consecuencias del pecado original

Efectivamente, una vez cometido el pecado original —que, como ya se ha dicho, consistió en un intento de cambiar la ley moral— «se les abrieron los ojos y conocieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3,7). Aquella armonía originaria y natural, aquella relación que fluía espontáneamente, ahora ha quedado turbia y tensa: tienen necesidad de esconderse o de defenderse. Nunca habían experimentado vergüenza, en sentido de que «estaban unidos por la conciencia del don [cada uno era un don para el otro] y tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos» (AG 20.II.80, 1). En cambio, ahora reaccionan haciendo algo que nunca antes habían hecho: se cubren el uno del otro (como si tuviesen algo que esconder). Cubrirse mutuamente, el uno ante el otro, es tanto como perder la sencillez y comenzar a distanciarse, es decir, “calcular” la donación, esto es, ponen condiciones para la mutua entrega (recordemos que el amor es incondicional; las condiciones son para el comercio). En definitiva, la espontaneidad de su amor queda malparada, abocándose a una relación entorpecida.

Ya no se contemplan mutuamente con los “ojos” del Padre divino; no se miran cono un don desinteresado del uno para el otro, sino que comienzan a hacerlo con una “mirada” interesada, concupiscente. Así, la concupiscencia (la consideración del otro con deseo), «de por sí, es incapaz de promover la unión como comunión personal (...), transforma la relación de don en una relación de apropiación» (AG 23.VII.80, 6). El doloroso resultado es que permanece queda ofuscada «la percepción de la belleza del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad, como expresión del espíritu» y «el cuerpo resta como “terreno de apropiación” del otro» (Ibidem).

El desorden moral original, que fue la causa de un cierto “des-orden” entre la mujer y el hombre, también provocó otro “des-orden”, más grave todavía: la Humanidad tiene miedo de Dios, le teme y en tantas ocasiones no acierta a reconocerlo. Así, «cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa —palabras que nos muestran el grado de familiaridad que el hombre, en sus orígenes, disfrutaba en su relación con Dios—, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín» (Gn 3, 8). También es la primera vez que experimentan el sentimiento del miedo y, nuevamente, reaccionan escondiéndose. Este esconderse es también un dinamismo absolutamente atípico del amor, ya que amar comporta “apertura” hacia los otros. «La vergüenza originaria del cuerpo es ya miedo y anuncia la inquietud de una conciencia constreñida por la concupiscencia. El cuerpo que no se somete al espíritu, como en el estado de inocencia, lleva consigo un constante foco de resistencia al espíritu, y, de algún modo, amenaza la unidad del hombre-persona, es decir, su naturaleza moral» (AG 28.V.80, 3); la vergüenza «confirma que se ha resquebrajado la capacidad originaria de autodonación recíproca (...), como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejara de constituir el “insospechable” substrato de la comunión de las personas» (AG 4.VI.80, 2), para degenerar en «elemento de recíproca contraposición de personas» (Ibidem).

Dios tiene “necesidad” de buscar nuevamente al hombre, aunque ahora se trata de una búsqueda bien distinta de la que habíamos comentado en el primer apartado de este libro. Una búsqueda que —por parte de Dios— todavía sigue vigente, porque la huida del hombre aún dura. Juan Pablo II lo describe de una manera maravillosa: «¿Por qué lo busca [al hombre]? Porque el hombre se ha alejado de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3,8-10). el hombre se ha dejado extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3,13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de ser él ismo Dios, y de poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3,5)» (TMA 7).

La prueba de que la armonía original se había perdido es que cuando Dios pregunta, en primer lugar, a Adán dónde estaba, él respondió: «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté» (Gn 3,10). Dios, entonces, se da cuenta del problema y le pregunta inmediatamente si ha tomado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Adán, en lugar de asumir la responsabilidad, endosa el “paquete” a Eva y a Dios: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí» (Gn 3,12), casi como si la culpa la tuviera el propio Dios por haberle puesto a su lado aquella compañera. Jahvé después pregunta a Eva, y... lo mismo: «La serpiente me engañó y comí» (Gn 3,13): la culpa siempre la tiene “otro”. En fin, la mujer ya no orienta al hombre (se ha distraído comparándose con Dios); el hombre ya no defiende a la mujer (la ha dejado dialogar con otro; ha permitido que se deslumbrara con un espejismo; le endosa la culpa de su desgracia, etc.). ¡Van con el paso cambiado!

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