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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre histórico
    1. Un mensaje breve, pero de largas consecuencias

Las palabras de Gn 3,16 las hemos calificado como de “mensaje breve, pero de largas consecuencias”. Y así ha sido. Ya en la historia del Antiguo Testamento encontramos comportamientos desconcertantes, que suponen una fuerte discriminación de la mujer, menospreciándola gravemente. Sin ir más lejos, podemos recordar aquella escena en la que Abraham —¡nuestro padre en la fe! — se vio obligado a bajar «a Egipto a habitar allí porque el hambre apretaba en el país» (Gn 12, 10). Cuando llegaban a Egipto, consciente como era Abraham de que su mujer era muy bella, no queriendo que se le complicaran las cosas, no se le ocurrió otra cosa que proponer lo siguiente a Sara: «Mira, sé que eres mujer hermosa; en cuanto te vean los egipcios dirán: ‘Ésa es su mujer’; y me matarán a mí, y a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana para que me vaya bien gracias a ti, y con tu ayuda conserve la vida» (Gn 12,11-13). Realmente, entre Gn 2 y Gn 3 se produce un cambio radical en el interior del corazón humano: aquella expresión de júbilo nupcial cuando el Adán de los orígenes encuentra a la mujer ya no se repite más; ahora sus palabras (y actitudes), lejos de alabarla, son de denuncia o (como acabamos de notar en este caso) de defensa, como si ella fuera un “enemigo” (cf. AG 25.VI.80, 6).

Y así fue: los egipcios no tardaron en comentar la jugada, de tal manera que los comentarios llegaron hasta los oídos del Faraón, y Sara fue, finalmente, conducida a su palacio. «A Abraham le fue bien gracias a ella y obtuvo ovejas y vacas, asnos, esclavos y esclavas, asnas y camellos» (Gn 12,15-16). 

Afortunadamente, Dios protegió a Abraham y permitió que al Faraón le surgieran todo tipo de problemas y tropiezos mientras Sara permanecía en el palacio. La cosa llegó a tal punto que el egipcio comenzó a sospechar y, finalmente, averiguó que Sara era —de hecho— la esposa de Abraham. El Faraón debía andar tan agobiado por tantas complicaciones que le ahogaban en aquel momento, que llamó a Abraham y le rogó que se marchara lejos de allí con su esposa y con todo lo que poseía. Si no fuera por los condicionantes culturales de aquella época, habría que rasgarse las vestiduras frente a la actitud de Abraham, un hombre reiteradamente elogiado en la Sagrada Escritura por su fe.

Otro caso que también llama la atención es el de Lot, un sobrino de Abraham. Era un hombre honrado. De hecho fue el único que se salvó de la “quema” de Sodoma y Gomorra. La cuestión es que unos misteriosos personajes se presentaron en el campamento de Abraham y, después de anunciarle que milagrosamente tendría descendencia, le avisaron de que las dos ciudades mencionadas serían aniquiladas por causa de la multitud de sus pecados (¡precisamente de impureza!). Abraham mantiene con Dios un diálogo filial, intercediendo por aquellas poblaciones. Finalmente, «los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer» (Gn 19,1). 

Lot, que era un hombre acogedor como su tío, estaba sentado a la puerta de la ciudad y, tan pronto como los vio, corrió hacia ellos y los invitó a su casa. La llegada de aquellos ángeles (que se mostraban con el aspecto de hombre) creó sospechas entre los ciudadanos de Sodoma, de tal manera que —cuando en casa de Lot aún no se habían retirado a descansar— se presentaron allí reclamando la presencia de aquellas dos personas, a fin de ajusticiarlas. La reacción de Lot, que —recordémoslo— fue el único que se salvó de la “quema”, es sorprendente: «‘Por favor, hermanos míos, no cometáis tal maldad. Mirad, tengo dos hijas que aún no han conocido varón, voy a sacároslas y haced con ellas lo que queráis; ahora bien, a estos hombres no les hagáis nada’» (Gn 19,7-8). De nuevo afortunadamente, tampoco les sucedió ningún mal a las hijas de Lot (los dos ángeles se encargaron de cegar y dispersar a los habitantes que los asediaban) y al día siguiente fueron las únicas personas que, con su padre, se salvaron del castigo.

No nos resultaría difícil sacar a la luz otros malos ejemplos de discriminación de la mujer. Hemos seleccionado estos dos para destacar los fuertes condicionantes culturales que pesan sobre ella. Tanto Abraham como Lot son figuras que Dios defiende y, con todo (sin culpa moral, diríamos) se ven afectados por una mentalidad que perjudica gravemente a la mujer. Muchos hombres de nuestros días se rasgarían las vestiduras si conocieran estas historias. Sin embargo, es de temer que Abraham y Lot —incluso teniendo en cuenta los prejuicios culturales de su época— se escandalizarían al comprobar cómo hoy día, después de dos mil años de redención, sigue de mal parada la mujer (y, además, con fina sutileza, ya que no son pocas las que habiéndose esclavizado piensan haberse liberado).

Juan Pablo II lo ha denunciado y ha pedido disculpas por ello: «Cuando leemos en la descripción bíblica las palabras dirigidas a la mujer: ‘Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará’ (Gn 3,16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza precisamente en relación a esta “unidad de los dos” (...). Pero esta amenaza es más grave para la mujer» (MD 10). Y, en realidad, «¡cuántas veces (...) la mujer paga por el propio pecado (...), pero solamente paga ella, y paga sola!» (MD 14).

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