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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre histórico
    1. La dignidad de la mujer ha sido confiada al hombre como una tarea. El entrenamiento del cuerpo

Ya adentrados en la etapa del amor del hombre histórico (el hombre que arrastra la herencia del pecado original), nos conviene hacer una referencia expresa a la cuestión de la pureza corporal (el ya mencionado “entrenamiento del cuerpo”). El cuerpo humano es parte esencial de la existencia del hombre y de su vocación. Además, tratándose del hombre histórico, hay que tener en cuenta el “plus” de valor que incorpora este cuerpo por el hecho de que es un cuerpo redimido, es decir, adquirido «pagando un alto precio» (1 Cor 6,20): «La realidad de la redención, que es también “redención del cuerpo”, constituye dicha fuente [de mayor dignidad del cuerpo] (AG 11.II.81, 4).

Así, el hombre debe amar con el cuerpo, que —como ya se ha dicho— está “diseñado” para el amor (sólo el ser humano puede guiñar el ojo, enamorar con una mirada, sonreír, acariciar...). Es decir, el cuerpo humano tiene un “significado esponsalicio”; es apto para la comunión de las personas. Pero no basta con el “diseño”, sino que —después del pecado original— hay que “entrenar” el cuerpo con el fin de saber amar con el cuerpo. Éste es un arte que se aprende con el hábito de la pureza, entendida como una “tarea” y una “pedagogía” (una espiritualización) del cuerpo, de manera que éste sea signo (o reflejo) de la persona y materia de la comunión interpersonal (cf. AG 8.IV.81, 2 y 4).

En el estado de justicia original las realidades mantenían una perfecta coordinación y ordenación jerárquica: el hombre respecto a Dios, las pasiones respecto a la razón, el cuerpo respecto al alma. Después del desorden original, se han generado otros tipos de desorden y, en concreto, la ordenación del cuerpo al alma ya no es espontánea: los dinamismos corporales ya no tienden siempre a reflejar espontáneamente los dinamismos del corazón. Este fenómeno es lo que —en teología moral— denominamos “concupiscencia”: «Limitación, infracción e, incluso, deformación del significado esponsalicio del cuerpo» (AG 25.VI.80, 6).

En esta situación, «la feminidad y la masculinidad, en su mutua relación, parecen no ser ya expresión del espíritu que tiende a la comunión personal, quedando solamente como objeto de atracción» (AG 23.VII.80, 1) y, así, la sexualidad comienza a manifestarse como una fuerza autónoma, que provoca una especie de “constricción” del cuerpo, que, a su vez, limita las posibilidades de expresión del espíritu y la experiencia de la donación de la persona. En fin, si bien la concupiscencia no anula ese significado del cuerpo, sí es real que lo amenaza, motivo por el cual —como decíamos— nos es necesaria una pedagogía del cuerpo para que éste pueda ser verdaderamente un fiel espejo del alma.

Un prejuicio muy extendido en nuestra cultura consiste en reducir el ámbito de la pureza y de la castidad corporal a la esfera genital, como si la virtud de la pureza tuviese que consistir en reprimirse, aguantarse o, en el mejor de los casos, en una suerte de decencia corporal. Esto es ridículo y caricaturesco: ¡la pureza es algo de un alcance mucho más profundo!; es un saber amar con todo el cuerpo, «la pureza es exigencia del amor» (AG 3.XII.80, 7) y, desde la perspectiva teológica de la redención, la pureza está llamada a ser «gloria del cuerpo humano ante de Dios» (AG 18.III.81, 3). Es todo nuestro entero ser (y no solamente el corporal, sino también el psico-somático y espiritual) quien rezuma sexualidad: la masculinidad y la feminidad están presentes en la manera de expresarse, de gesticular, mirar, pensar, sentir, etc. En último término, la pureza ha de incidir particularmente sobre el “corazón”, que —en definitiva— es «donde se desarrolla la más íntima y, en cierto sentido, la más esencial trama de la historia» (AG 8.IV.81, 1). No es infrecuente (ni casual) que aquellos que hacen ostentación de “valentía” sexual sean, a la vez, unos perfectos maleducados (en las maneras de hablar y en sus pensamientos) y cobardes (absolutamente incapaces de defender una mujer y una familia), con un corazón de lo más egoísta.

Justamente, la pureza —además de otorgarnos la integración de nuestras facultades— capacita para la reserva del propio cuerpo. Sí, el cuerpo hay que reservarlo. El significado esponsalicio del cuerpo hace que éste sea apto para el compromiso. Pero no se puede mantener un compromiso corporal sin el entrenamiento del que ahora estamos hablando. Precisamente, el Señor recuerda a los judíos que, si Moisés les había permitido la carta de divorcio era por la dureza de sus corazones (cf. Mt 19,8). Pero, para defender a una mujer y a una familia lo que hace falta no es la dureza, sino algo muy diferente: fortaleza.

En efecto, el matrimonio (como también otros tipos de compromisos de entrega) supone la donación de toda la vida personal a otro (una mujer, un hombre). Y el cuerpo es parte esencial de nuestro yo: si comprometemos la vida, también comprometemos el cuerpo. La pureza sirve, por tanto, para reservar el cuerpo para la esposa (para el esposo), sencillamente porque, cuando uno se ha casado, su cuerpo ya no le pertenece: es de su cónyuge. No hay amor sin capacidad de reservar para quien se lo merezca aquello que le ha sido dado. Y, ¿quién se merece “mi” intimidad corporal? Pues aquél(lla) que ha comprometido “su” vida a favor de “mi” felicidad. Fuera de este marco, la donación del yo corporal deja de ser manifestación de compromiso amoroso y degenera en un entretenimiento, que impone la lógica del poseer el otro por fruición: el otro se convierte en puro “objeto”, que «adquiere para mí un cierto significado en la medida en que lo manipulo y me sirvo de él, en la medida en que lo uso» (AG 30.VII.80, 4).

El drama de estos juegos es que hacen daño: sencillamente, despersonalizan (diluyen) a la persona: «La concupiscencia (...) quita al hombre la dignidad del don (...) y, en cierto sentido, “despersonaliza” al hombre, convirtiéndolo en objeto “para el otro”: la mujer para el varón y viceversa» (AG 23.VII.80, 4). Por este camino, el ser humano se difumina, porque está “diseñado” para el amor y no para la “mecánica sexual”.

«La dignidad de la mujer ha sido dada como una tarea al hombre» (MD 14). Han pasado muchos años desde aquel desorden original, y da la impresión que todavía nos hace falta recorrer mucho camino en esta defensa de la dignidad de la mujer. Y no hay para el hombre defensa posible de la dignidad de la mujer sin en cuerpo bien entrenado. He aquí la llamada a la responsabilidad que el Santo Padre dirige al hombre, vinculando dicha llamada a la pureza en sus más profundas exigencias: «‘Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’ (Mt 5,28). Estas palabras dirigidas directamente al hombre muestran la verdad fundamental de su responsabilidad hacia la mujer, hacia su dignidad (...). Esta dignidad depende directamente de la misma mujer (...), y al mismo tiempo es “dada como tarea al hombre”. De modo coherente, Cristo apela a la responsabilidad del hombre (...). Por tanto, cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquélla que le ha sido confiada como hermana (...), no se ha convertido para él en un “objeto”: objeto de placer, de explotación» (MD 14).

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