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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)
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El amor del hombre escatológico
- «Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección»
No podemos imaginar el cielo, pero sí que podemos entender algunos de los aspectos del amor en el cielo, es decir, del amor del hombre escatológico: «No hay duda de que, con la ayuda de que, con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen [del cielo]» (AG 13.I.82, 7). De entrada, con la luz natural de la razón podemos comprender (incluso demostrar) que nuestra propia alma —que es espiritual, es decir, totalmente inmaterial— tiene una pervivencia más allá de la muerte (que para el hombre no es aniquilación, sino separación de su alma espiritual respecto de su cuerpo material).
Páginas antes ya nos habíamos referido a la ilimitación del amor, en el sentido de que el amor auténtico no se acaba nunca, todo lo contrario, crece. Y, además, crece sin parar (sin límites). Decíamos que esta dinámica reclama eternidad. Lo mismo pasa con el conocimiento («el saber no ocupa lugar»). Pues si nuestra voluntad es capaz de hacer, vivir y experimentar una actividad como ésta es porque ella misma es espiritual, esto es, no depende de la materia (aun cuando el hombre histórico sólo tiene experiencia de subsistir, conocer y amar a través del cuerpo).
Otras actividades que personalmente cada hombre puede experimentar (la autorreflexión, la abstracción, amar el dolor, etc.) son otras pruebas de que nuestra alma espiritual —en sí misma y por sí misma— es totalmente inmaterial y no depende de la materia. Si el hombre no tuviera este qué de espiritualidad huiría automáticamente del dolor, sería incapaz de conocerse a sí mismo, no podría formarse intelectualmente conceptos, etc. De la misma manera que nuestra alma es capaz de hacer todo eso, a la vez y lógicamente, es capaz de subsistir (o pervivir) más allá de la corrupción del cuerpo material.
Lo que hemos afirmado hasta aquí es válido para el alma humana, pero no precisamente para el cuerpo humano. A la inversa de lo que suceda con nuestro conocimiento y con nuestro amor, la experiencia más evidente que tenemos de nuestra vida corporal es la de un progresivo envejecimiento, agotamiento y desorganización que, al llegar a un determinado punto, ya no puede subsistir por más tiempo. Al mismo tiempo, tampoco encontramos ningún elemento en nuestra propia naturaleza que exija o haga pensar en una necesaria recomposición o restitución corporal.
Más aún: entre los grandes pensadores antiguos, si bien no hay duda de la pervivencia del alma humana, en cambio, por lo que se refiere al cuerpo, el tema era muy distinto. En el caso del mencionado Platón, uno de los elementos de felicidad de la vida más allá de la muerte consiste —¡precisamente! — en sacudirse de encima el cuerpo, que consideraba como una especie de cárcel del alma. El propio san Pablo, cuando dialogaba en el Areópago de Atenas con toda aquella gente aficionada al pensamiento (epicúreos y estoicos), en el momento de mencionar la resurrección de la carne, vio como se diluía la expectación y atención que hasta aquel momento había logrado generar entre aquel difícil auditorio: «Cuando oyeron “resurrección de los muertos”, unos se reían y otros decían: ‘Te escucharemos sobre esto en otra ocasión’» (Hch 17,32).
La resurrección del cuerpo la conocemos por Revelación. Así lo afirma expresamente el Magisterio: «¿Cómo resucitan los muertos? Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe» (CEC 1000). Además, la resurrección de Jesucristo con su propio Cuerpo es la mejor garantía para el hombre de su retorno final al árbol de la Vida, del que fue alejado en el momento del pecado original (cf. AG 3.II.82, 1). A partir de este punto, todo lo que hayamos de reflexionar deberá respetar y ajustarse a tres principios básicos: 1. «Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección»; 2. «Discontinuidad dentro de una fundamental continuidad»; 3. «Justa ordenación y subordinación de las realidades».
Cristo es modelo y causa ejemplar de la resurrección de nuestro cuerpo. Hay una afirmación del Concilio Vaticano II que Juan Pablo ha repetido una y mil veces: «El misterio del hombre no se ilumina verdaderamente, sino en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo (...) muestra plenamente lo que es el hombre al hombre mismo» (GS 22). Esta afirmación es para nosotros un principio orientador básico. El hecho es que Jesucristo resucitó con cuerpo; más aún, con su propio Cuerpo. Y Él lo hace notar expresamente: mientras que, turbados y llenos de susto, los Apóstoles no acababan de hacerse cargo de lo que estaban viendo, Jesús resucitado les dijo: «Soy yo mismo» (Lc 24,39).
En otros pasajes de la Sagrada Escritura (especialmente del Nuevo Testamento), gradualmente, es afirmada la resurrección del cuerpo: «La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo» (CEC 992). Pero, más allá de la revelación de la resurrección de los cuerpos humanos, lo que nos interesa particularmente es la resurrección del Cuerpo de Cristo. La contemplación del Cuerpo de Jesucristo resucitado abrirá paso al comentario de los otros dos principios básicos, vertebradores de lo que podamos decir acerca del amor del hombre escatológico.