Hoy nos remontamos hasta el Egipto de los siglos III y IV (250-356). Allí san Antonio abad fue pionero del movimiento eremítico cristiano. Después de renunciar a sus bienes, no se “refugió” en el desierto para “huir” de las gentes, sino para darse a Dios y, en Dios, entregarse a los hombres. Allí donde estuvo acudieron muchos para compartir su camino (y/o recibir su orientación). Se le considera como el ilustre padre de los monjes.

Estuvo lleno de espíritu ascético y dotado de un profundo conocimiento religioso. San Atanasio, coetáneo y amigo suyo, describe su vida de oración sin interrupción: «Estaba tan atento en la lectura que no perdía nada de las Escrituras, y lo retenía todo: la memoria era su libro». Antonio prestó una buena ayuda al obispo Atanasio en la lucha contra el arrianismo y sufrió por la Iglesia, animando a los confesores en la persecución de Diocleciano.

—Oh Dios, concédenos por los méritos de san Antonio, abad, que, renunciando a nosotros mismos, te amemos sobre todas las cosas.