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Temas evangeli.net

Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre de los orígenes
    1. La libertad del hombre enamorado vs la “libertad del taxi”

Visto desde otra perspectiva, resulta que “jugar” comporta un compromiso. Eso ya es del todo evidente si se trata de participar en cualquier competición deportiva; pero no digamos si lo que se pretende es amar, es decir, servir al bien de los demás. Curiosamente, a nuestro entorno cultural post-moderno le encanta oír hablar de amor y felicidad, pero no de compromiso, como si fuera posible jugar una competición en un equipo sin comprometerse a nada (respetar un reglamento, vestir una camiseta con determinados colores, seguir las instrucciones de un entrenador, etc.). De hecho —como hizo notar Viktor Frankl— existe la Estatua de la Libertad, pero no la Estatua del Compromiso. Y, en el paroxismo de esta contradicción, uno incluso oye hablar del rechazo de los compromisos con el fin de proteger la libertad (se dicen cosas tan absurdas como «yo no me caso porque quiero ser libre»; «ahora no queremos tener hijos porque queremos vivir la vida con libertad», etc.).

Detrás de esta contradicción mental se esconde un concepto superficial de libertad humana, tan superficial que se le puede considerar falso: la libertad basada en la ausencia de compromiso, es decir, la ilusoria “libertad del taxi”. ¿Qué pensaríamos de un taxi que se propusiera permanentemente exhibir el cartelito de libre? Pues que el fracaso está asegurado, porque mientras muestra este cartel no obtiene ningún rendimiento; y no tiene ningún rendimiento porque no presta ningún servicio; y no presta ningún servicio porque no ha querido adquirir ningún compromiso de servicio.

Éste es un tema fundamental —¡la libertad es el alma de nuestra alma! —, pero tanto o más fundamental es entenderlo adecuadamente: «La libertad sin la verdad no es libertad». La libertad no es tener las manos libres para hacer aquello que a uno le “brota”, sino tenerlas libres para hacerse don desinteresado de sí mismo ante los demás (cf. AG 16.I.80, 2-3). Es decir, es libre aquél que posee la “libertad del don”; aquél que —liberado de la esclavitud de toda torpeza (Cicerón) y, a la vez, poseído de aptitudes— tiene la capacidad real de darse a las otras personas. En una memorable homilía, Juan Pablo II afirmaba que «la verdadera libertad se mide con la disposición a servir y a entregarse uno mismo» (Homilía 1.VI.97, 5). Por eso, la libertad aparece «no solamente como un don de Dios», sino que «también nos ha sido dada como una tarea» para toda la vida.

Tanto es así que «el mismo lenguaje manifiesta la relación entre la libertad y la donación. Por ejemplo, en la lengua catalana el hecho de “entregarse” se puede nombrar también con la expresión “librarse” (“lliurar-se”). Y uno sólo se puede “librar” (“lliurar”) si de verdad es libre (“lliure”). Es más, uno es “libre” (“lliure”) para “librarse (“lliurar-se”)».

Otra cuestión, y bien distinta, es que también en nuestro entorno cultural se confunde el amor con el entretenimiento. Y si lo que el hombre pretende es entretenerse, entonces, ya le va bien la “libertad del taxi”. Ahora bien, quien pretenda este estilo de vida que tenga en cuenta la siguiente advertencia: «La libertad existe para ser usada, no para ponerla en un cajón. La libertad, como también pasa con el dinero, está hecha para gastarla en aquello que vale la pena. De la misma manera, el taxi está libre para ser ocupado, no para “defender” su “libertad”, porque, entonces, permanecería vacío y solo, y sin sentido. La libertad sin la entrega se frustra, es decir, queda condenada a la absoluta soledad, al aburrimiento y a la desesperación más radical». Pasemos, pues, al tema de la soledad.

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