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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre de los orígenes
    1. Adán trabaja bien, pero padece la “soledad originaria”

El hombre está proyectado para amar, es decir, ha sido creado para vivir en comunión de personas (identificación con las personas amadas). Dios mismo es un Ser único (no hay otros como Él), pero no es un Ser solitario. El Creador desea que el hombre y la mujer se unan en una sola carne y vivan una misma vida: la vida de una familia, imitando así la misma vida divina. Prueba de eso es que —como ya habíamos avanzado—, cuando se disponía a crear el ser humano, Dios comienza a hablar en primera persona del plural: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza» (Gn 1,26). Se comprende que Juan Pablo II haya escrito que «el “Nosotros” divino constituye el modelo eterno del “nosotros” humano» (CF 6).

El primer capítulo del Génesis es de un género marcadamente metafísico, en cuanto que nos transmite una idea del hombre tan profunda como es la de ser imagen de Dios. El segundo capítulo, en cambio, es más bien de cariz psicológico; la argumentación —a pesar de que apunta hacia las mismas conclusiones— es de otro estilo: es más descriptiva. En ella, Adán aparece en la creación antes que Eva e, incluso, antes que el resto de los vivientes. El lenguaje mítico que emplea «es un modo arcaico de expresar un contenido más profundo» (AG 7.XI.79, 2). En definitiva, es una bella manera de dar a entender que el hombre no soporta la soledad. Hay naciones en las que el 70% de la población vive en soledad en viviendas unipersonales. Pero, en realidad, en estas mismas naciones uno comprueba que hay el índice de suicidios más elevado. El hombre no soporta la soledad, porque no fue creado (ni pensado, ni “calculado”) para la soledad, sino para la comunión amorosa. De hecho, «el hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad cuanto en el momento de la comunión» (AG 14.XI.79, 3).

El Génesis pone en boca del Creador la siguiente observación: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él» (2, 18). Entonces, «el Señor Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba» (2,19). Desde aquel momento, el hombre —en teoría— ya no estaba solo. Más aún: ya podía ejercer un trabajo (el dominio sobre la creación) y madurar moralmente como hijo de Dios. «El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todas las fieras del campo» (Gn 2,20), es decir, el hombre trabaja y trabaja bien: en el lenguaje y mentalidad de los hebreos, “poner nombre” era señal de dominio. Con su cuerpo, el hombre trabaja; con su espíritu, el hombre respeta y ama a su Dios-Creador.

Con todo, en la práctica, él mismo se lamenta de su “aburrimiento”. Puede trabajar con eficacia, ya que con su cuerpo domina al resto de los seres vivos, pero aquel trabajo eficaz no le hace feliz: «Per para él no encontró una ayuda adecuada» (Gn 2,20). Él se relaciona con los otros vivientes que tienen cuerpo, pero se da cuenta de que no son cuerpos como el suyo, ni la vida de aquellos animales es como la de él (no tienen conocimiento espiritual, no tienen conciencia, no pueden amar). En definitiva, sigue sintiendo la tristeza de la soledad, muy a pesar de conocer a Dios, muy a pesar de estar rodeado de otros cuerpos, muy a pesar de trabajar con eficacia. Se siente solo porque «no puede ponerse al nivel de ninguna otra especie de seres vivientes sobre la tierra» (AG 10.X.79, 4).

Además, su cuerpo —sexuado de arriba abajo, diseñado para el amor y para la apertura hacia las otras personas— es un cuerpo que reclama un “complemento”, es decir, alguien distinto a él mismo, pero, a la vez, de la misma naturaleza. Las cosas cambiarán con el sopor (sueño) originario: por obra del Señor Dios, el hombre (que hasta ahora aparecía en Gn 2 sin referencia sexual) se “sumerge” en un sueño profundo, como queriendo significar que Dios lo prepara para un nuevo acto creador. Cuando se despierte, las cosas ya no serán de igual manera: «El círculo de la soledad del hombre-persona se rompe, porque el primer “hombre” despierta de su sueño como “varón y mujer”» (AG 7.XI.79, 3). Este hombre (ahora ya claramente como varón o como mujer), llamado a amar, llamado a ser imagen de Dios «podía formarse sólo a base de una “doble soledad” del varón y de la mujer» (AG 14.XI.79, 2).

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