Un equipo de 200 sacerdotes comenta el Evangelio del día
200 sacerdotes comentan el Evangelio del día
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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)
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El amor del hombre de los orígenes
- El precepto moral: no hay amor sin “reglas”
Lo que acabamos de decir, por lo que parece, no es fácil de entender, y menos aún en nuestra cultura occidental. En todo caso, es muy significativo que el Creador, a la vez que la “invitación” al trabajo, dirigiera al hombre el precepto moral: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara; y el Señor Dios impuso al hombre este mandamiento: ‘De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que comas de él, morirás’» (Gn 2,15-17). El Creador advierte al hombre que tiene plena libertad para actuar (‘De todos los árboles del jardín podrás comer’), pero con una condición: que siempre actúe por amor. Con todo, esta “condición” —en realidad— no es una condición en sentido restrictivo, ya que la libertad sirve precisamente para amar, para darse voluntariamente (no se puede amar obligadamente). El compromiso de amor es justamente aquello que le da sentido a la libertad.
Ciertamente, el tema de la ley moral es controvertido. Difícilmente encontraríamos alguien que se definiera como “a-moral” (sin moral), pero sí que es frecuente escuchar expresiones como, por ejemplo, ‘es mi moral’, ‘según mi verdad’, etc. Entramos en el pantanoso terreno del relativismo moral: todo el mundo se apunta al amor, pero, ¿de qué “amor” estamos hablando? Tal como se escribió en otro lugar, «hay que saber qué es amor; hay que descubrirlo —que no es lo mismo que inventarlo— porque con frecuencia se confunde el amor con cualquier tipo de “des-amor”. Hay “amores” que matan: no todo es amor. El amor es algo muy concreto, muy preciso, muy delicado: en una “obra de ingeniería”». Y, de hecho, el corazón con mirada concupiscente «con frecuencia aparece disfrazado y se hace llamar “amor”, aunque cambie su auténtico perfil y se oscurezca la limpieza del donen la mutua entrega personal» (AG 23.VII.80, 3).
En todo caso, el Creador indica al hombre el mal que él puede provocarse a sí mismo si osaba manosear la ley moral, es decir, las “reglas del amor”. Pero, ¿el amor tiene un “reglamento” y una “normativa”? Pues, sí. Como todo juego, también el “juego de amar” tiene unas reglas. Más aún, esta normativa (la ley moral) —que no es arbitraria, sino que refleja las exigencias de la naturaleza humana— hace posible amar; esta ley no es para él una amenaza, sino que indica el camino por el cual el hombre deviene hombre. Por eso, «al escuchar las palabras de Dios-Yahveh, el hombre debería haber entendido que el árbol de la ciencia tenía hundidas sus raíces no sólo en el “jardín en Edén”, sino también en su humanidad» (AG 31.X.79, 3).
De la misma manera —salvando las distancias—, existe el fútbol (o cualquier otro deporte) porque lo define un reglamento. Si cada uno quisiera inventarse el reglamento del fútbol (según su verdad), sencillamente, no podríamos jugar a fútbol.
Probemos siquiera imaginarnos, pongamos por caso, la ridícula situación que se plantearía si un jugador de un equipo de fútbol decidiera por su cuenta tomar la pelota con la mano y ponerse a correr, llevándose el balón entre las manos. Lógicamente, el árbitro (= la Iglesia) hará sonar el silbato para denunciar la infracción del reglamento. ¿Podríamos concebir que el jugador se encarara con el árbitro (= la Iglesia), diciéndole que él ya es suficientemente mayor como para poder jugar como le parezca y que nadie tiene que decirle nada, y menos todavía “imponerle” un reglamento de juego? «Disculpe —diría el árbitro— (= la Iglesia)—, pero yo no hago más que recordarle el reglamento establecido por la Federación Internacional de Fútbol (= el Creador) y velar por su cumplimiento. Si yo no lo hiciera así y permitiera que cada uno se inventara el reglamento según su capricho, entonces usted no podría siquiera disputar este partido. Si a usted le gusta jugar con las manos, puede practicar el handbol, por ejemplo, pero no el football, ya que lo que define este juego es, precisamente, jugar el balón con los pies, tal como lo indica su propio nombre».
En fin, uno es bien libre de jugar o no jugar al football, pero si decide competir en ese deporte, deberá hacerlo con los pies (en caso contrario, estaría automáticamente jugando otro juego) y, además, deberá respetar el reglamento. Y esta normativa no restringe la libertad de jugar, sino que la protege: sin reglamento no hay juego.
No faltan aquellos para quienes la ley moral no sería más que un convencionalismo o una arbitraria imposición, como si Dios (o la Iglesia, o la sociedad, o la pareja) pudiera decidir que aquello que antes era pecado ahora ya no lo es. Entonces todo sería una simple cuestión de etiquetas, como también podríamos decidir que jugar con la pelota con las manos a partir de ahora, en vez de llamarse handball, se comenzara a denominar football. Ahora bien, esta manera de pensar comienza ya a forzar la naturaleza de las cosas, y por este camino acabaríamos irremediablemente abocados a una total confusión. Y no se trata de una simple posibilidad teórica; hay quien, como ejemplo de eufemismo, hable de as mujeres “ligeramente embarazadas” (¿?) y de otras cosas por el estilo.
El último de todos los peligros es, justamente, el de pensar que nosotros podemos cambiar la naturaleza de las cosas. Pero, como ya hemos dicho, la naturaleza no se deja manipular fácilmente y no perdona nunca. Seamos honestos: una mujer se encuentra embarazada o no se encuentra embarazada, pero nunca medio o ligeramente embarazada; y en la misma línea, se puede demostrar que el matrimonio es indisoluble, pero no existe razonamiento objetivo posible para demostrar que es indisoluble en general, pero —simultáneamente— disoluble en algunos casos excepcionales o particulares (que acaban siendo siempre la excepción que a uno personalmente le interesa o le afecta). Más aún, el concepto de matrimonio en sí mismo excluye la idea de disolución (excepción hecha del caso de defunción), porque —por definición— es una alianza para toda la vida. Pero nuestra capacidad de forzar la naturaleza de las cosas y de engañarnos es tal que ya resulta normal reclamar, juntamente con el matrimonio “clásico” (indisoluble), otro tipo de matrimonio que contemple la posibilidad del divorcio. Llegados a este punto, en el que ya no nombramos las cosas por su nombre, entonces se produce una enorme confusión.
El Creador advirtió las consecuencias y riesgos de forzar la naturaleza de las cosas: «El día que comas de él [el árbol de la ciencia del bien y del mal], morirás». Parece una afirmación exagerada. De hecho, tal como veremos al comentar el tercer capítulo del Génesis, el Diablo se lo hizo creer así a Eva. ¡Una exageración! ¡Pues no lo es! Sería realmente milagroso que, en un país como el nuestro en el que —amparados por la ley— se puede eliminar la vida del no nacido (pronto también la del enfermo o la del anciano), a la vez, se respirara paz y tranquilidad en las casas y en la calle. No nos engañemos: o nos avenimos a respetar escrupulosamente la vida humana siempre, o no nos lamentemos si —después de suspirar por el aborto y la eutanasia— aparecen personas que deciden que también se pueden eliminar vidas humanas por otros motivos (los que a ellos les parezca). «El día que comas de él, morirás»: advertidos estamos desde hace tiempo.