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La Cruz a cuestas, camino del Calvario
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La Cruz a cuestas, camino del Calvario
5º) «Y a uno que pasaba por allí, que venía del campo, Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que llevara la cruz» (Mc 15,21). ¡Simón de Cirene!, he ahí uno de los “afortunados” del Camino de la Cruz. La pregunta es: ¿alguien más pudo estar tan cerca del Corazón de Jesús como lo estuvo el Cireneo? Él pudo oír el latir de su Corazón; él —probablemente— pudo escuchar las oraciones que Jesús musitaba en sus labios mientras subía a rastras al Calvario. Y, ante tanta bondad, Simón de Cirene se enamoró de Jesucristo y se convirtió. ¡Ahí —en los tres Evangelios Sinópticos— ha quedado inmortalizado para siempre su nombre y el de sus hijos! (en Oriente se le considera santo). ¡Dios ha querido llegar a la Cruz, y sin cruz —la de Cristo— no se llega a Dios!
Pero no pasemos por alto un detalle: «Venía del campo». Como siempre, los que trabajan son los que “llegan” (ampliación: La dignidad del trabajo). Recordemos que a Belén, para adorar al Niño-Dios, sólo llegaron los que trabajaban: los pastores de la comarca y los Reyes de Oriente. Quizá ahora sea el momento oportuno para recordar una frase de Cristo que escandalizó (¿?) a los judíos que la oyeron: «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5,17). Ahí queda la cosa…
6º) «Sufro con alegría en mi cuerpo lo que le falta a la pasión de Cristo por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) (hay diversas versiones del mismo pasaje, pero sin variar la sustancia del asunto). La cooperación del Cireneo nos lleva a meditar esa afirmación de san Pablo (que ha dado mucho que hablar).
¿Es posible que la Pasión no se haya “completado” con los sufrimientos de Cristo? La respuesta es: no y sí. “No” en el sentido de que cualquier sufrimiento suyo era más que suficiente para redimirnos a todos. “Sí” en el sentido de que Dios ha querido contar con nosotros (ya se habló de este tema en la Oración de Getsemaní). Es decir, Dios ha querido necesitar de nosotros (ampliación: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»). En el lenguaje elegante de Benedicto XVI diríamos que el “amor agapé” de Dios (pura caridad) incluye el “amor eros” (amor de deseo: ¡nos desea!; ¡nos espera!). Eso es otro misterio: ¿cómo es posible que Dios me desee a mí y me espere a mí, si no necesita nada de mí? ¿Cómo es posible que el Infinito se enamore de lo finito? (se pregunta Romano Guardini). El tema de fondo es nuestra filiación divina: pensando en que nuestro destino es llegar a ser “hijos en el Hijo”, Dios ha dispuesto que seamos “co-protagonistas” (con Jesús) de la redención del género humano.
¿Cómo se hizo eso entonces? Cristo —por nuestra salvación— ofreció al Padre sus padecimientos y también los nuestros. Con razón Jesús se detuvo un buen rato en Getsemaní antes de subir al Calvario… Había mucho que conocer y ofrecer (de lo nuestro). Eso implica lo siguiente: —Mis dolores ya no son míos; son de Dios.
Y, ¿cómo se hace eso ahora? Aceptando con alegría y con amor mis sufrimientos (es decir, sin protestas ni quejas; sin ruido, “sufriendo sin hacer sufrir”) (evidentemente, todo ello no excluye que luchemos por superar y ayudar a superar los dolores de esta vida y del mundo). Si yo no aceptara mis dolores, si yo no los recibiera con alegría (por lo menos, con serenidad), entonces estaría perpetrando un “robo” a Dios, porque mis dolores ya no son míos, son suyos. Es, fundamentalmente, en la Eucaristía donde puedo confirmar a Dios que le “cedo” mis sufrimientos (y los de toda la humanidad). Evidentemente, todo esto el mundo no puede recibirlo ni entenderlo (cf. Jn 14,17) (algunos dicen: —No voy a misa porque no siento nada… Respuesta: —La Eucaristía se instituyó precisamente para no que sientas la muerte de Cristo con la crueldad con que Él y su Madre la sintieron). Eso nos conviene: ¡más fe y menos sensiblería!
7º) «Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que lloraban y se lamentaban por Él» (Lc 23,27). Ahí —en medio del trayecto— estaba la Virgen. ¿Por qué lloraban? Porque a ellas no se les ahorró ver y sentir la extrema crueldad que sufría el Cristo a quien amaban (ampliación: «Ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos»). Santa María, acompañada por san Juan —que le abría paso entre la gente—, quizá pudo en algún momento llegar a tocar y besar a su Hijo, diciéndole simplemente: —¡Hijo mío!