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¡El tránsito a un nuevo tiempo! La Divina Misericordia

  1. La palabra de Dios
    1. El lenguaje de Dios. Algunas intuiciones para leerlo...

«Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle» (Mt 17,5). Es imposible una acreditación más solemne del Hijo. Una acreditación que viene directamente del Padre, como también su recomendación: «escuchadle». Son testigos de ello —en el Tabor— Moisés y Elías, y los tres predilectos (Pedro, Santiago y Juan).

De esta manera queda trazado el camino del cristiano: escuchar al Hijo, que es el rostro visible del Padre («El que me ha visto a mí ha visto al Padre»: Jn 14,9). Por eso, «mis ovejas escuchan mi voz, (…) y me siguen» (Jn 10,27) (Ampliación: Una nueva bienaventuranza: la de la Palabra). Pero, ¿cómo habla Dios? ¿Cómo actúa? ¿Cuál es “su psicología”? Para leer los signos de los tiempos, nos es necesario conocer la “mentalidad” de quien es el Señor de los tiempos. Él se deja re-conocer, pero no de cualquier manera. He aquí algunas “pistas”…

1o) «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?» (Lc 10,26). Una constante en la vida de Cristo fue que siempre se remitió a la Escritura, a la Palabra de Dios. En sus disputas con el Diablo, con los saduceos, en sus enseñanzas a sus seguidores… ¡Siempre!

Él responde y argumenta con la Escritura (de la cual, evidentemente, mostró un dominio perfecto). En aquel tiempo los judíos disponían del Antiguo Testamento; a partir de entonces tenemos a disposición el testimonio de quien es la misma Palabra de Dios. Y para recibir esta Palabra conviene tener en cuenta…

a) «Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Jn 6,63). La Palabra de Dios es algo inmenso, más grande que el hombre. Por tanto, a la hora de servirnos de la Escritura necesitamos delicadeza, veneración, humildad, escuchar, reflexión…, para no hacerle decir a Dios lo que Él no ha querido decir.

b) Ante la Palabra de Dios tenemos un gran reto: “Mens concordet voci”, es decir, que nuestra mente debe concordar con Su voz (la Escritura que recibimos). Esto no es fácil, ya que en nuestro proceso mental natural primero concebimos una idea y después le aplicamos una voz (una palabra) para expresarla. En la Sagrada Escritura «la vox, las palabras preceden a nuestra mente. Aquí la palabra viene antes» (Benedicto XVI). Ahí tenemos un reto de traducción: —¿Qué me está diciendo Dios —aquí y ahora— con estas palabras o con estos hechos?

2o) «Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,16). Los discípulos se quedaron intrigados con estas palabras. ¡Pero son la realidad! Sí que vemos y escuchamos a Jesús, pero le vemos y le escuchamos de otra manera…

a) En la Cruz, «el Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque “se ha dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo aquello que tenía que comunicar (…). Entonces, el silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes» (Benedicto XVI). Podemos escucharlo en el silencio de la meditación: «Dichoso el hombre (…) que se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley» (Sal 1,1-2). ¡Silencio interior!

b) «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). Juan lo descubre. Estaban en la barca; no habían pescado nada en toda la noche. Cuando ya amanecía…: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»Juan reconoce a Jesús, no por su fisonomía, sino por la pesca extraordinaria (un gesto que les era familiar).

«—¡María! —Rabbuni!» (Jn 20,16). La Magdalena tampoco lo reconoce por su fisonomía, sino por el tono familiar con el que Él la llama. Los de Emaús, lo mismo: no por su fisonomía, sino por la familiaridad del gesto al partir el pan (cf. Lc 24,30-31).

Es un reconocer a Dios desde dentro. Basta una indicación; basta una palabra; basta un gesto. ¿Sólo eso? Sí, sólo una indicación, una palabra, un gesto… Pero aquí está la cuestión: se trata de indicaciones, palabras y gestos íntimos, familiares y entrañables entre Jesús y sus discípulos (consecuencia de un trato frecuentado con Él). Una vez más: es un “verlo” desde dentro, desde la profunda amistad tejida con Él (desde la Escritura, desde la Eucaristía). ¡El justo medita la ley día y noche! (cf. Sal 1).

c) «Dichoso el hombre que (…) no toma asiento con farsantes» (Sal 1,1). Los que piden pruebas, milagros, signos (externos, visibles…), precisamente éstos, no lo verán: «Aunque había hecho Jesús tantos signos delante de ellos, no creían en él» (Jn 12,37). ¡No hace falta decir más!

3o) «No gritará, ni chillará (...)_. No quebrará la caña cascada»_ (Is 42,2-3). Isaías describe el talante del Siervo de Yahvé, el Mesías, y san Mateo no duda en aplicarlo directamente a Jesús (cf. Mt 12,18-21), imagen visible del Dios invisible.

Es decir: Dios habla bajito, suave. No nos trata a base de empujones… «Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta (…). No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón (…). ¿No es éste el estilo divino? No atropellar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor» (Benedicto XVI).

4o) «El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza» (Mt 13,31). Concomitante con la discreción, Jesús manifiesta el afecto de Dios por las realidades pequeñas. Las cosas pequeñas llaman la atención de Dios, como, por ejemplo, la ofrenda de la pobre viuda (cf. Mc 12,41-44):

a) De hecho, el Inmenso, el Inconmensurable «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres…» (Flp 2,7). Algunos Padres de la Iglesia decían que «el Verbo se ha abreviado»: sí, «la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre» (Benedicto XVI).

b) Así, en el gobierno providencial de Dios, tantas y tantas cosas son (o comienzan) muy pequeñas, pero… llevan en sí —como una semilla— un potencial de crecimiento inmenso. El arquetipo de este tipo de dinamismo es la Resurrección de Jesús: «Como Resucitado quiere llegar a la Humanidad sólo mediante la fe de los suyos (…). Lo que aparentemente es tan pequeño, ¿no es tal vez —pensándolo bien— lo verdaderamente grande?» (Benedicto XVI). En fin, no lo olvidemos, «lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Cor 1,25).

5o) «Hay algo, queridísimos, que no debéis olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día» (2Pe 3,8). Al escrutar los signos de los tiempos, hemos de tener en cuenta que la mirada de Dios es más elevada y más larga que la de los hombres: elevada porque la historia que Él lidera es historia de salvación; larga porque Él ve las cosas desde su eternidad

a) «Enséñanos a llevar buena cuenta de nuestros días, para que logremos un corazón sabio» (Sal 90,12). Escrutar los signos de los tiempos no es hacer cálculos de calendario, del calendario de Dios: «Se rechaza explícitamente la pregunta sobre el tiempo y el momento [cf. Hch 1,6-7]. La actitud de los discípulos no debe ser la de hacer conjeturas sobre la historia (…). El cristianismo es presencia: don y tarea» (Benedicto XVI).

b) «Arrepiéntete. Mira, estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). No se trata de adivinar el futuro, sino de descubrir a Cristo presente en los acontecimientos actuales y responder a su permanente llamada. En definitiva: ¡adquirir la sabiduría del corazón!

6o) «Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos, y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos» (Is 55,9). ¡Dios es Dios! ¡El misterio de Dios!

a) «Vino un susurro de brisa suave» (1Re 19,12). El profeta Elías sabía que Yahvé pasaría por delante de él. Después de un viento impetuoso que destrozaba las rocas, después de un terremoto, después de un fuego… finalmente llegó Dios con la brisa suave… La mano de Dios, que no se ha acortado (cf. Is 59,1), interviene suavemente en la historia.

b) El carácter misterioso de Dios es como una síntesis de los puntos anteriores: «Dejemos que Dios sea Dios», sugiere Benedicto XVI. La fe nos permite penetrar en el misterio de Dios y reconocer sus caminos. Pero frecuentemente ahí podemos penetrar parcialmente, y a su tiempo, y cuando Él quiere… «Él llama con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si se las abrimos, nos hace lentamente capaces de “ver”» (Benedicto XVI).

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