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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre de los orígenes
    1. La guitarra y el arpa: Adán encuentra a Eva (el hombre defiende a la mujer)

El hecho es que Adán descubre su vocación al amor y comienza a ser feliz cuando —por primera vez— ve un cuerpo femenino: un cuerpo complementario, apto para la plena comunión de dos personas. Aquél fue un gran día. La alegría del hombre fue tan inmensa que, no pudiendo contenerse, gritó: «Ésta sí es hueso de mis huesos, y carne de mi carne» (Gn 2,23). Era el primer canto nupcial; aquélla fue la manera con la que «el hombre (varón) manifestó, por primera vez, alegría e incluso exaltación» (AG 7.XI.79, 4). Más todavía: «La profundidad y la fuerza de esta primera y “originaria” emoción del hombre-varón ante (...) la feminidad del otro ser humano, parece algo único e irrepetible» (AG 14.XI.79, 1). Si amar es la superación de las diferencias para llegar a la unión, ahora resulta que los cuerpos del hombre y de la mujer son diferentes, suficientemente diferentes como para tener que superar las diferencias; pero no tan diferentes como para hacer imposible dicha superación: son cuerpos complementarios. Son diferentes, pero dentro de una homogeneidad.

«En el ámbito de lo que es humanamente personal, la “masculinidad” y la “femineidad” se distinguen y, a la vez, se completan y se explican mutuamente» (MD 25). La mencionada complementariedad de los cuerpos es reflejo de una complementariedad de estilos amorosos: el amor de la mujer y del hombre son distintos, pero también y simultáneamente, complementarios. El amor masculino se manifiesta primariamente como corporal y dominante. Recuérdese qué tipo de valoración hizo Adán (y cómo la hizo) cuando vio a su mujer por primera vez: Adán quiere dar a entender que “ella es como él” (que hay una correlación de naturaleza), y lo expresa diciendo que son de la misma carne (¡lo dice destacando la correlación corpórea!: cf. Gn 2,23). A Adán —que es el ser del dominio; el ser de los resultados— el amor le entra por los ojos.

La mujer —in genere— no es así: el amor femenino, estrechamente vinculado al ejercicio de la maternidad, es más bien receptivo y espiritual. Juan Pablo II lo ha hecho notar de manera admirable, cuando recuerda que «la mujer demuestra hacia Él [Cristo] y hacia su misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su feminidad» (MD 16); el propio Señor «habla con las mujeres de las cosas de Dios y ellas le comprenden; se trata de una auténtica sintonía de mente y de corazón, una respuesta de fe» (MD 15). Más aún, en relación a las maravillas de Dios, «la mujer es sujeto vivo y testigo insustituible» (MD 16).

De todo eso también el libro del Génesis nos ofrece una intuición: cuando el Enemigo de la Humanidad ataca la obra del Creador, dirige su ataque a la mujer, y lo hace, no sobre sus dimensiones corporales, sino a nivel del espíritu. En concreto, le sugiere manosear los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal (es decir, manipular la ley moral), ya que «era apetecible para alcanzar la sabiduría» (Gn 3,6). Justo en aquello que la mujer tiene de más fuerte, ahí se encuentra su punto débil. el Diablo, que es el auténtico “padre de la mentira”, es un gran seductor: establece contacto con ella, y la seduce, no con la presión sensual, sino con palabras dirigidas a su espíritu. Si decíamos que al hombre le entra el amor por los ojos, ahora hemos de decir que a la mujer el amor le entra por el oído. Esto, que lo sabe muy bien el Diablo, da la impresión de que muchos ni lo sospechan. El Diablo no le promete a Eva placer sensual ni aventuras, sino mayor conocimiento y seguridad.

En fin, lo que es más propio del amor femenino es “seducirlo” (atraerle); lo que es peculiar del hombre que sabe amar es “conquistarla”, es decir, ganar su favor, ya que ella, para “sentir” el amor, antes ha de “saberse” amada. Así, aparecen ante nosotros como dos misiones amorosas distintas: la mujer espiritualiza el amor del hombre; éste protege la perfección de ella. La femineidad y la masculinidad comportan dos modulaciones amorosas diversas y, a la vez, complementarias. Como ha escrito Juan Pablo II, «la mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo humano tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria (...). Sólo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino” lo humano se realiza plenamente» (CD 7). Ambas cosas son buenas; lo que conviene es procurar el mutuo perfeccionamiento con el enriquecimiento que resulta de la aportación de humanidad peculiar de cada uno.

Por un lado, ya que el hombre vive del grado de perfección que le ha de exigir su mujer, a él le corresponde velar por la dignidad y la seguridad de ella. Es más: el hombre aprende a amar protegiendo a la mujer, es decir, acompañándola y, después del pecado original, acompañándola en su sufrimiento. Y, cuando se dice que la mujer ha de ser ayudada por el hombre, no se pretende decir que la mujer sea inferior (que no lo es). Es justamente todo lo contrario: ella, por su estilo amoroso más espiritualista, tiene más capacidad para fijarse en los detalles (¡el amor es delicado!), es más intuitiva y es capaz de “pescar” sobre la marcha los problemas de los otros (¡el amor es servicial!) y, en conjunto, la mujer está más expuesta al sufrimiento (¡recuérdese a Jesucristo en la Cruz!: el amor hace sufrir). Ella, que «no puede encontrarse a sí misma si no es dando amor a los demás» (MD 30) y que «a menudo sabe soportar el sufrimiento mejor que el hombre» (MD 19), no quiere ni puede prescindir de quien la tiene que acompañar en el camino del amor.

Un autor comparaba el amor de la mujer con el sonido de un arpa: éste es un instrumento difícil de afinar, pero si suena bien es el sonido más delicado que uno puede escuchar. Y añadía que el amor del hombre, en cambio, se parece al sonido de la guitarra: es más fácil de acordar, pero también es verdad que produce un sonido menos fino que el del arpa. Esta enorme capacidad de sufrir (que es la justa correlación de una gran capacidad de amar) está reclamando un complemento; una ayuda tranquilizadora y reposada. Y, para poder hacer eso, es muy importante el hábito de la pureza corporal, del que hablaremos un poco más adelante.

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