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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre de los orígenes
    1. La armonía originaria: un amor “perfecto” y, a la vez, “espontáneo”

En el decurso de la historia de la Humanidad, el qué es el amor no ha cambiado, tal como lo hemos avanzado en la Introducción y hemos ampliado en apartados posteriores. Aún con todo, ahora no podemos amor de la misma manera como lo hacían nuestros primeros padres antes del pecado original. es decir, a pesar de haber cambiado el como del amor, no ha variado el qué de ese amor. Por eso, Juan Pablo II insiste en que hemos de asomarnos en el umbral del pecado de los orígenes con el fin de «comprender ese estado de inocencia originaria en conexión con el estado histórico del hombre después del pecado original» (AG 13.II.80, 3) i, así, contemplando retrospectivamente el amor genuino de los comienzos, revivirlo dentro del escenario del hombre histórico.

Y, ¿qué era el amor ya en los primeros estadios de la vida de Eva y de Adán? La Palabra de Dios lo explica de modo sencillo diciendo que «ambos estaban desnudos (...) y no sentían vergüenza» (Gn 2, 25). La “desnudez original” (sin pasar vergüenza) es un recurso para expresar el perfecto mutuo entendimiento: nada les separaba y se ofrecían uno al otro con el corazón por delante y dándolo todo. Su vida amorosa se caracterizaba por una relación fluida. Era un amor perfecto, es decir, sencillo, “transparente”, incondicional: cada uno era feliz haciendo feliz al otro; más aún, uno sólo era feliz buscando la perfección del otro.

Ya hemos hablado del significado esponsalicio del cuerpo en el sentido de que el cuerpo humano tiene «una capacidad particular de expresar el amor, en el que el hombre se convierte en don [para el otro]» (AG 16.I.80, 4). Pues bien, Juan Pablo II describe el estado de armonía originaria afirmando que vivían plenamente el significado esponsalicio del cuerpo, ya que los dos apreciaban los valores personales presentes en su feminidad y masculinidad, y gracias a esto se constituía «la “intimidad personal” de la comunicación recíproca en toda su radical sencillez y pureza» (AG 19.XII.79, 5). Es decir, se miraban el uno al otro con la misma mirada e amor con que Dios nos contempla: «La “desnudez” significa el bien originario de la visión divina (...); significa toda la sencillez y plenitud de la visión a través de la cual se manifiesta el valor “puro” del cuerpo y del sexo» (AG 2.I.80, 1).

Y, además de tratarse de un amor perfecto, lo vivían —vamos a ver el cómo— con espontaneidad, es decir, “naturalmente”, sin sacrificio o esfuerzo: se trataba de un amor que “salía él solito”. En la terminología propia de la teología del cuerpo, deberíamos decir que nuestros primeros padres, «creados por el Amor, esto es, dotados en su ser de masculinidad y feminidad, ambos están “desnudos”, porque son libres de la misma libertad del don» (AG 16.I.80, 1). Es decir, nada (ningún vicio ni debilidad) les impedía vivir la libertad para la entrega; aquella situación «no conocía ruptura interior ni contraposición entre lo que es espiritual y lo que es sensible (...), entre lo que humanamente constituye la persona y lo en el hombre determina el sexo: lo que es masculino y femenino» (AG 2.I.80, 1). Gozaban de un perfecto autodominio del cuerpo. Así, en el estado de armonía originaria la libertad humana nunca era “aprovechada” para el entretenimiento propio, sino que siempre y únicamente era “disfrutada” para la entrega a los otros.

En el régimen actual de amor, es decir, en el amor del hombre histórico, hemos de aspirar al qué del amor original, mientras que el cómo nos lo mostrará la entrega de Jesús: una donación mediada por la conversión y el espíritu de sacrificio.

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