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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre histórico
    1. Amor de dolor

«Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad». He aquí uno de los logros más “paradójicos” del amor típicamente cristiano: el amor de dolor, o bien, si se prefiere, el dolor de amor. En el apartado anterior hablábamos de saber amar con el cuerpo; ahora nos referimos a un saber amar con el dolor.

Hemos comenzado este capítulo afirmando que, en la segunda etapa histórica del amor humano, dos puntos de referencia nos interesaban principalmente: en primer lugar, la escena del momento en que se vive el drama del pecado original y, en segundo término, la majestuosa entrega de Cristo en el marco de su Pasión, donación amorosa caracterizada por el sacrificio y por el afán de perdonar a los otros. Dicho en pocas palabras, el hombre histórico —ciertamente— puede amar, pero el suyo ha de ser un amor tejido de sacrificio y de conversión. Y, a la vez, el o el sacrificio, si es querido o aceptado por amor, se transforma en una fuente de felicidad tal como no puede haber otra en esta vida.

Cristo expresó esta “paradoja” a su manera y con perspectiva de eternidad: «En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25).

También habíamos dicho que las reglas del amor (la ley moral, el qué del amor) no pueden cambiar (si cambias el reglamento, entonces cambias también el “juego”). Adán y Eva, tentados desde fuera por un “tercero” (de ellos mismos jamás hubiese salido esta tentación), caen en el espejismo. Finalmente, en lugar de cambiar el amor, lo que consiguen es no amarse. El Diablo, si bien no alcanza a hacer fracasar el gran proyecto de la creación (el amor y el bien siempre son más grandes que el mal), sí que consigue introducir el dolor en la creación. Aparentemente, este dolor sería la manifestación de que ya no es posible amar. De hecho, son muchas las voces que así lo afirman: ¡cuántos dicen haberse separado porque tenían problemas! Y, sin embargo, Dios Encarnado nos salva por medio de los problemas, a pesar de que se los podía haber ahorrado redimiéndonos de alguna otra manera.

El Diablo quizá sospecharía que Dios ofrecería su perdón a los hombres por el pecado original. Con todo, lo que no se habría imaginado nunca (ni él —el Diablo— ni nadie) es que Dios estaba dispuesto a hacer una redención no solamente “perdonadora”, sino también amorosa, consoladora y ejemplar. Amorosa y ejemplar porque no se ha conformado con perdonarnos, sino que ha querido enseñarnos a amar a través del dolor. Y redención consoladora porque nos sentimos consolados al vernos precedidos y acompañados por Dios en el camino del sufrimiento, que para Él fue el Camino de la Cruz (el Via Crucis). Esta ha sido, precisamente, la gran revolución de Jesucristo. Casi podríamos decir que ha valido la pena el pecado original, aunque no fuera más que para contemplar el espectáculo de un Dios que sufre voluntariamente. ¡Quién se lo podía imaginar! ¿Cuántas veces se oye decir que «el remedio ha sido peor que el mal»? Pues en este caso ha sido completamente al revés: no es por nada que el Pregón de la vigilia pascual canta «¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!».

El dolor, este obligado e insidioso “compañero de viaje”, después del Camino de la Cruz, ha quedado transformado: «En la Cruz de Cristo so sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (SD 19). Es decir, ahora, el dolor puede tener otro sentido y puede tener otra fuerza, ya que a través del sufrimiento los hombres nos podemos identificar con Dios (¿es un Dios que sufre!), y nos podemos identificar con los proyectos de Dios (ya que los ha tramitado a través del dolor). Y decimos que «el dolor puede...» porque el dolor tiene realmente este poder de transformación, a condición de que sea el dolor de Jesucristo, el sufrimiento vivido al estilo de Jesús (un dolor discreto, servicial y filial). Éste es el Rostro que Juan Pablo II nos invita a contemplar: «Misterio en el misterio» (NMI 25); «paradójica confluencia de felicidad y dolor» (NMI 27).

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