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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)
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El amor del hombre escatológico
- Los enamorados saben que hay eternidad
La existencia de la eternidad no es tanto una cuestión de fe como de sentido común, dada la naturaleza espiritual del hombre: «Si no hubiera más vida que ésta, la vida sería una broma cruel: hipocresía, maldad, egoísmo, traición». Es ésta una afirmación categórica que expresa una gran verdad que, especialmente en nuestros días, es descuidada con consecuencias fatales. El hecho es que el hombre ha sido creado para amar y, a la vez, el amor reclama eternidad: no se puede amar sin un horizonte de eternidad. El hombre histórico no puede olvidar esta realidad. Y, ya que esto es así, no nos ha de sorprender que Juan Pablo II —dentro del largo ciclo de la teología del cuerpo— haya dedicado un buen número de las catequesis ha tratar acerca del hombre escatológico (el hombre del más allá).
El estudio del amor del hombre escatológico nos interesa por dos razones fundamentales: para que el hombre histórico pueda amar aquí y ahora (ya en esta vida necesitamos el horizonte de eternidad) y, además, para confirmar que la realidad del dolor y la necesidad de conversión no son elementos esenciales del amor en sí mismo, ya que, como veremos, en el cielo (el estado de eterna comunión con Dios) recuperaremos e, incluso, encontraremos potenciada la espontaneidad del amor. En todo caso, desde la vertiente cristiana, el hombre histórico, es decir, el hombre que —si bien arrastra la herencia del pecado original— ha sido redimido, no puede desconocer que «la redención es el camino para la resurrección» y que, al mismo tiempo, «la resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo» (AG 27.I.82, 8).
Permaneciendo —por ahora— a nivel de razón natural, disponemos de tres caminos para saber que el amor quiere eternidad: por la propia experiencia histórica del hombre; por la experiencia psicológica del enamorado fiel; y, en tercer lugar, mediante el razonamiento antropológico.
En cuanto al primer punto, es una realidad que históricamente el hombre se ha distinguido del resto de los vivientes animados del planeta Tierra por el hecho de que —entre otros factores distintivos, pero ligados al que comentamos— siempre ha tenido una suerte de intuición acerca del más allá. En concreto, los monos nunca han enterrado a los monos, mientras que el hombre siempre ha dado sepultura a sus difuntos. Todos los pueblos que se han sucedido en la historia de la Humanidad han experimentado una especie de respeto reverencial frente a la muerte y el más allá. Aún más: los investigadores de las civilizaciones más primitivas tienen certeza de encontrarse ante unos restos humanos justamente si pueden comprobar que hay una disposición funeraria de los mismos o, por lo menos, elementos que connoten religiosidad (la religión es la instancia que da respuesta a las grandes preguntas que se puede plantear el ser humano).
En segundo lugar, a través de su propia experiencia psicológica, el hombre también sabe que hay eternidad. Volvemos a las palabras con las que hemos dado comienzo a este capítulo. Ha de ser duro querer amar y, simultáneamente, no disponer de este horizonte de eternidad. Sin dicho horizonte uno se puede entretener, pero no entregarse o darse completamente a otra persona. Sería, sencillamente, una broma cruel, una “mala pasada”, una verdadera traición poder experimentar o vivir un amor bajo la amenaza de un final irremediable.
El razonamiento antropológico nos puede ayudar a entenderlo mejor. El amor, igual que el conocimiento, es una actividad que —si es auténtico— tiende a crecer. Es una realidad al alcance de la propia experiencia de cada uno. De la misma manera que se dice que “el saber no ocupa lugar”, puesto que, cuanto más uno sabe, más facilidad tiene para incorporar nuevos conocimientos, así también, cuando uno ama, simultáneamente adquiere más capacidad de amar y desea amar todavía más. Y es lógico que sea así, puesto que es propio de las actividades espirituales (es decir, totalmente inmateriales) que, en sí mismas, no estén afectadas por los límites de la materia: para adquirir nuevos conocimientos no hay límites, como tampoco para amar más. Santo Tomás de Aquino no podía dejar de plantearse la cuestión. Su respuesta, además de sabia, está expuesta de manera bella: «Mientras que los bienes sensibles nos cansan cuando los poseemos, los bienes espirituales, al contrario, los amamos más cuanto más los poseemos; porque éstos no se gastan ni se agotan, y son capaces de producir en nosotros una alegría siempre nueva».
Esta dinámica sin límites —que realmente el hombre puede experimentar— reclama eternidad: sería contradictorio poseer esta capacidad y que, súbitamente, con la muerte se viera frustrada. ¡La muerte!: «Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su punto álgido» (GS 18). Ante este enigma, el hombre no puede ignorar la “tensión de eternidad” que lleva en su interioridad más profunda. El Concilio Vaticano II, todavía en el mismo lugar que acabamos de citar, afirma que el hombre, «por un instinto de su corazón, piensa bien cuando detesta y le repugna una ruina total y una pérdida definitiva de su persona. La semilla de eternidad que en sí mismo lleva, y que es irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte. Todos los logros de la técnica, por muy útiles que sean, nada sirven para calmar la angustia del hombre: pues la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer el deseo de una vida futura que está enraizado en su corazón y no se puede arrancar».
El hombre es el único viviente de la Tierra que sabe que ha de morir: el hombre es el único viviente que puede (y debe) “gestionar” la muerte, imprimiendo un sentido de eternidad a cada segundo de su tiempo, sin olvidar aquello que se repetía a sí misma santa Teresa de Lisieux: «La vida es tu nave, no tu morada».
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