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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. Introducción
    1. La historia de un título y el título de una historia

La cuestión que nos disponemos a tratar es tan apasionante que el mismo título ha sido objeto ya de idas y vueltas. El origen remoto de este libro remonta hasta el año 1996. En aquel entonces, Juan Pablo II pidió que se releyera la Carta apostólica Mulieris dignitatem, sobre la dignidad de la mujer. Y en relación a esta temática se nos pidió que habláramos con el siguiente título: Dignidad de la mujer y feminismo. Pensamos que sí hemos de hablar de “feminismo” —tanto como podamos—, pero, por lo que se refiere a la “dignidad”, nos conviene pensar, sobre todo, en la “dignidad del hombre”. La tentación es la de centrarse sólo en la dignidad de la mujer, cuando —en realidad— quien históricamente ha tenido menos dignidad ha sido el hombre. La medida de la discriminación de la mujer, la medida del “machismo”, es justamente la medida de la indignidad del hombre. Lógicamente, éstas son afirmaciones generales, pero que tienen su razón de ser.

Cuando se comete una injusticia, quien pierde la dignidad no es sobre todo quien padece esta injusticia, sino el que la comete. Es por este motivo que, cuando los amigos de Sócrates —injustamente condenado a muerte— le ofrecen la posibilidad de huir, él se niega a ello: él no perderá la dignidad sometiéndose a la sentencia de un juicio injusto, como tampoco la perdió Cristo cuando obedeció la sentencia de Poncio Pilatos.

Pero los tiempos se han revuelto de tal manera que ahora hemos de hablar no solamente de la dignificación del hombre, sino también de la recuperación de la belleza original de la mujer, que en la “contemporaneidad” se ha visto excesivamente afectada por el materialismo: la mujer ve amenazado su “encanto original”. Por tanto, el título definitivo reza así: El encanto original de la mujer y la dignidad del hombre.

La historia de Juan Pablo II y la de su intenso pontificado es —y será por siempre jamás— un punto de referencia obligado. Con su magisterio han entrado a formar parte del interés teológico y eclesial temas que, hasta ahora, sencillamente, no eran considerados a fondo, tales como el cuerpo humano, la feminidad y la sexualidad. No era culpa de la Iglesia, como tan precipitadamente dicen algunos, sino que se trataba de una falta de sensibilidad de la cultura general. La teología, que es una parte muy y muy importante del ámbito cultural, toma en consideración una temática determinada cuando la propia sociedad adquiere sensibilidad con esta cuestión. Aun así, en muchas cosas, la Iglesia se avanza a los tiempos. La Revelación ayuda mucho a ello. Un claro ejemplo de esto lo fue el joven obispo Karol Wojtyla, ya que a sus cuarenta años de edad publicaba su libro Amor y responsabilidad, una suerte de tratado filosófico sobre el amor y la sexualidad. En el año 1960 era, realmente, una novedad cultural. Ojalá que esta “novedad” llegue a ser tradición y patrimonio: el propio Wojtyla, ya como Papa, ha afirmado que «el hecho de que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la Encarnación» (AG 2.IV.80, 4).

En fin, que el cuerpo humano y la sexualidad no son temas tabú ni para la Palabra de Dios, ni para el Magisterio eclesiástico; ni mucho menos para el Papa Juan Pablo II, verdadero promotor de la “teología del cuerpo”. Precisamente, la principal fuente inspiradora de El encanto original de la mujer y la dignidad del hombre es la larga serie de catequesis (cinco años de discursos en las audiencias generales de los miércoles) sobre la teología del cuerpo, matrimonio, amor y fecundidad, pureza cristiana y resurrección de la carne.

El libro tiene cuatro partes. Las tres primeras se corresponden con cada una de las tres grandes etapas de la historia del amor humano: el amor del hombre de los orígenes (antes del pecado original); el amor del hombre histórico (tal como lo denomina Juan Pablo II), es decir, el amor del hombre afectado por la culpa moral original y, a la vez, redimido por Cristo; finalmente, el amor del hombre escatológico, es decir, el amor en régimen de eternidad y en perfecta comunión con Dios y los santos. La cuarta parte —una antropología desde la Trinidad—, básicamente, contempla la feminidad desde la “personalidad” del Espíritu Santo y la masculinidad des de la distinción que caracteriza a Dios Hijo.

Como ya se entrevé, el destino y la felicidad del hombre siempre yace en el amor, y aquello en que consiste el amor (el qué del amor, es decir, el salir de uno mismo para darse al otro) no cambia nunca. Pero el estilo del amar (el modus operandi, el cómo del amor) no es el mismo ahora que antes, ni el que viviremos en la eternidad. Antes, el hombre y la mujer se amaban con espontaneidad; ahora lo hacemos con conversión y sacrificio; después, volveremos al régimen de espontaneidad, mejor, de perfecta espontaneidad (uno sólo será feliz haciendo felices a los otros).

Se trata siempre del mismo hombre: hay una continuidad. Y, de hecho, para la correcta comprensión del qué y del cómo del amor de hombre histórico (el hombre de ahora en este mundo), nos es necesario conocer el hombre de los orígenes y el hombre escatológico. El propio Jesucristo, cuando es interpelado por los fariseos sobre la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19,3 ss.; Mc 10,2 ss.), apela al principio, es decir, se remite al estado de inocencia originaria, porque —más allá de las limitaciones que impone el pecado original— es donde se refleja sin sombras el querer divino sobre el hombre. En este sentido, cuando en el Evangelio vemos al Maestro citando los pasajes de Gn 1,27 y Gn 2,24, les otorga un carácter normativo. En efecto, «Cristo no se limita sólo a la cita misma, sino que añade: ‘De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre’. Ese ‘No lo separe’ es determinante» (AG 5.IX.79, 3). El hombre se encuentra “fotografiado” en aquello que el Creador estableció al principio.

Pero, a la vez, «las palabras de Cristo que se refieren al principio nos permiten encontrar en el hombre una continuidad esencial y un vínculo entre estos dos diversos estados [original y histórico] del ser humano» (AG 26.IX.79, 1). En efecto, el hombre histórico «hunde las raíces en su propia “prehistoria” teológica, que es el estado de inocencia original (...). Es imposible entender el estado pecaminoso “histórico” sin referirse o remitirse al estado de inocencia original y fundamental» (AG 26.IX.79, 1-2).

Dando un paso más, veremos que el hombre —ya después del pecado original— está abierto a la perspectiva de la redención, es decir, que no se encuentra corrompido, ni definitivamente impedido para amar. Más aún, este mismo hombre puede ser ayudado por un Dios que, en su cualidad de Padre, no se desdice de él y viene en su ayuda. Por esto, san Pablo afirma que «nosotros (...) también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8,23). En fin, «esta perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original, aunque esta inocencia la haya perdido históricamente de modo irremediable» (AG 26.IX.79, 3).

Es en el Nuevo Testamento donde Cristo nos ofrecerá la clave para entender el resto: el amor aquí y ahora (hecho de conversión y de sacrificio, como ya hemos dicho) e, incluso, obtendremos algunas pinceladas sobre el amor en la eternidad (cosa que haremos, especialmente, a partir de la contemplación de su Cuerpo transfigurado en el Tabor y posteriormente resucitado). Como ha explicado Juan Pablo II, ya que el hombre histórico incorpora en su naturaleza más profunda las características básicas del hombre de los orígenes y también las del hombre de la escatología, realmente «es posible una reconstrucción teológica correlativa» de estas tres etapas del amar humano (cf. AG 13.I.82, 2): desde el tiempo de los orígenes, pasando por el tiempo de la redención, hasta la eternidad. Toda una bella historia —la del desarrollo de la verdad sobre el hombre mismo— que da título a todo un libro.

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