Un equipo de 200 sacerdotes comenta el Evangelio del día
200 sacerdotes comentan el Evangelio del día
Contemplar el Evangelio de hoy
Evangelio de hoy + homilia (de 300 palabras)
Entonces Nabucodonosor, furioso contra Sidrac, Misac y Abdénago, y con el rostro desencajado por la rabia, mandó encender el horno siete veces más fuerte que de costumbre, y ordenó a sus soldados más robustos que atasen a Sidrac, Misac y Abdénago y los echasen en el horno encendido. Entonces el rey Nabucodonosor se alarmó, se levantó y preguntó, estupefacto, a sus consejeros: «¿No eran tres los hombres que atamos y echamos al horno?». Le respondieron: «Así es, majestad». Preguntó: «Entonces, ¿cómo es que veo cuatro hombres, sin atar, paseando por el fuego sin sufrir daño alguno? Y el cuarto parece un ser divino». Nabucodonosor, entonces, dijo: «Bendito sea el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, que envió un ángel a salvar a sus siervos, que, confiando en él, desobedecieron el decreto real y entregaron sus cuerpos antes que venerar y adorar a otros dioses fuera del suyo».
Bendito eres en el templo de tu santa gloria.
Bendito eres sobre el trono de tu reino.
Bendito eres tú, que sentado sobre querubines sondeas los abismos.
Bendito eres en la bóveda del cielo.
Ellos le respondieron: «Nuestro padre es Abraham». Jesús les dice: «Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Pero tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre». Ellos le dijeron: «Nosotros no hemos nacido de la prostitución; no tenemos más padre que a Dios». Jesús les respondió: «Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que Él me ha enviado».
«Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí»
Pe. Givanildo dos SANTOS Ferreira (Brasilia, Brasil)Hoy, el Señor dirige duras palabras a los judíos. No a cualquier judío, sino, precisamente, a aquellos que abrazaron la fe: Jesús dijo «a los judíos que habían creído en Él» (Jn 8,31). Sin duda, este diálogo de Jesús refleja el inicio de aquellas dificultades causadas por los cristianos judaizantes en la primera hora de la Iglesia.
Como eran descendientes de Abraham según la consanguineidad, esos tales discípulos de Jesús se consideraban superiores no solamente de los gentíos que vivían lejos de la fe, sino también superiores a cualquier discípulo no judío partícipe de la misma fe. Ellos decían: «Nosotros somos descendencia de Abraham» (Jn 8,33); «nuestro padre es Abraham» (v. 39); «solo tenemos un padre, Dios» (v. 41). A pesar de ser discípulos de Jesús, tenemos la impresión de que Jesús nada representaba para ellos, nada acrecentaba al que ya poseían. Pero es ahí donde se encuentra el gran error de todos ellos: los verdaderos hijos no son los descendientes según la consanguineidad, sino los herederos de la promesa, o sea, aquellos que creen (cf. Rom 9,6-8). Sin la fe en Jesús no es posible que alguien alcance la promesa de Abraham. Por tanto, entre los discípulos «no hay judío o griego; no hay esclavo o libre; no hay hombre o mujer», porque todos son hermanos por el bautismo (cf. Gal 3,27-28).
No nos dejemos seducir por orgullo espiritual. Los judaizantes se consideraban superiores a los otros cristianos. No es necesario hablar, aquí, de los hermanos separados. Pero pensemos en nosotros mismos. ¡Cuántas veces algunos católicos se consideran mejores que los otros católicos porque siguen este o aquel movimiento, porque observan esta o aquella disciplina, porque obedecen a este o a aquel uso litúrgico! Unos, porque son ricos; otros, porque estudiaron más. Unos, porque ocupan cargos importantes; otros, porque vienen de familias nobles... «Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano… Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles» (Benedicto XVI).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
«¿Qué muerte hay más funesta para el alma que la de la libertad de errar?» (San Agustín)
«“Liberación” significa transformación interior del hombre, que es consecuencia del conocimiento de la verdad. La transformación es, pues, un proceso espiritual en el que el hombre madura en justicia y santidad verdaderas» (San Juan Pablo II)
«En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay libertad verdadera más que en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a ‘la esclavitud del pecado’ (cf. Rom 6,17)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.733)
Otros comentarios
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»
Rev. D. Iñaki BALLBÉ i Turu (Terrassa, Barcelona, España)Hoy, cuando ya quedan pocos días para entrar en la Semana Santa, el Señor nos pide que luchemos para vivir unas cosas muy concretas, pequeñas, pero, a veces, no fáciles. A lo largo de la reflexión las iremos explicando: básicamente, se trata de perseverar en su palabra. ¡Qué importante es referir nuestra vida siempre al Evangelio! Preguntémonos: ¿qué haría Jesús en esta situación que debo afrontar? ¿Cómo trataría a esta persona que me cuesta especialmente? ¿Cuál sería su reacción ante esta circunstancia? El cristiano debe ser —según san Pablo— “otro Cristo”: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). El reflejo del Señor en nuestra vida de cada día, ¿Cómo es? ¿Soy su espejo?
El Señor nos asegura que, si perseveramos en su palabra, conoceremos la verdad, y la verdad nos hará libres (cf. Jn 8,32). Decir la verdad no siempre es fácil. ¿Cuántas veces se nos escapan pequeñas mentiras, disimulamos, nos “hacemos los sordos”? A Dios no le podemos engañar. Él nos ve, nos contempla, nos ama y nos sigue en el día a día. El octavo mandamiento nos enseña que no podemos hacer falsos testimonios, ni decir mentiras, por pequeñas que sean, o aunque puedan parecernos insignificantes. Tampoco caben las mentiras “piadosas”. «Sea, pues, vuestra palabra: ‘Sí, sí’, ‘No, no’» (Mt 5,37), nos dice Jesucristo en otro momento. La libertad, esta tendencia al bien, está muy relacionada con la verdad. A veces, no somos suficientemente libres porque en nuestra vida hay como un doble fondo, no somos claros. Hemos de ser contundentes. El pecado de la mentira nos esclaviza.
«Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí» (Jn 8,42), dice el Señor. ¿Cómo se concreta nuestro afán diario por conocer al Maestro? ¿Con qué devoción leemos el Evangelio, por poco que sea el tiempo de que dispongamos? ¿Qué poso deja en mi vida, en mi día? ¿Se podría decir, viéndome, que leo la vida de Cristo?