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Jesús en los Misterios del Rosario

  1. Misterios de Dolor
    1. La oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní

Los Misterios de Dolor, realmente, remueven la “sensibilidad” del corazón de quien los medita. Son escenas fuertes: ¡es Dios quien está ahí! A la vez, hay que decir que esas horas del Señor encierran misterios mucho más profundos de lo que parece a primera vista. La plegaria de Cristo en el Huerto de los Olivos es un “misterio emblemático”. San Juan Pablo II calificó el primero de los Misterios Dolorosos como el “misterio en el misterio”… (introducción: La oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní).


1º) «Salió y como de costumbre fue al monte de los Olivos. (…) Y, de rodillas, oraba» (Lc 22,39.41). Cristo acaba de instituir la Eucaristía anticipando misteriosamente el sacrificio que iba a realizar en el Calvario: “Mi cuerpo entregado por vosotros”; “Mi sangre derramada por vosotros”. ¡Nos regala anticipadamente el sacrificio de su vida!

Sin embargo, Jesús no quiso pasar directamente del Cenáculo al Calvario; en medio, tiene lugar un capítulo emblemático de su vida: ¡Getsemaní! Allí se junta todo: Cristo lo conoce todo (el alcance de los pecados de la humanidad); Cristo lo asume todo (el infinito agravio infligido a Dios); Cristo lo habla todo con su Padre (más que probablemente, el Diablo tampoco faltó a esa cita). Aquello le pesa a Jesucristo, pero quiere hacerlo, y hacerlo con amor, es decir, con libertad y a conciencia (ampliación: La “libertad crucificada” de Cristo). En consecuencia, Jesús medita de nuevo todo lo que está haciendo: ¡eso es Getsemaní! (cuando tengas que hacer algo que no te apetece, la solución es hablar con Dios… y al final querrás hacerlo aunque no apetezca…).

2º) «Le siguieron también los discípulos. Cuando llegó al lugar, les dijo: ‘Orad para no caer en tentación’» (Lc 22,40). ¡Otro misterio: Dios cuenta con nosotros! El Señor quiso rezar por los hombres y con los hombres. No nos regala la salvación sin más (no quiso hacer una “redención barata”): Dios nos toma en serio y nos implica en nuestra propia salvación: desea nuestra cooperación. Sin embargo, tuvo que “rezar por los hombres sin los hombres” porque sobrevino otro “misterio”: la somnolencia del hombre. «Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora? Velad y orad» (Mc 14,37-38). ¿Cómo somos capaces de dormirnos teniendo a Jesús agonizando por nosotros? Al querer Jesús contar con nosotros, ¡casi que le hemos dado más dolor que servicio! (ampliación: La somnolencia de los discípulos y el poder del mal).

La Virgen habría realizado mejor papel que los Apóstoles: Ella no durmió aquella noche. Pero Jesucristo quiso llevar consigo a Getsemaní a los primeros sacerdotes que Él mismo había consagrado poco antes. Seguramente, Dios desea que confiemos más en el poder de la consagración que Él les otorgó que en los méritos personales de sus elegidos... (ampliación: Siempre despiertos apoyándole en su agonía hasta el final de los tiempos).

3º) «¡Abbá, Padre! Todo te es posible, aparta de mí este cáliz» (Mc 14,36)_, «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»_ (Lc 22,42). No era necesario todo aquel sufrimiento para salvarnos (aunque sí era conveniente para amarnos hasta el fin). El Señor podía pasar con menos: ¡ni nos habríamos enterado! De hecho, si Jesús lo hubiese pedido, el Padre habría puesto a su disposición al instante más de doce legiones de ángeles (cf. Mt 26,53). El Padre estaba dispuesto a obedecer al Hijo, pero el Hijo no se lo permitió: Jesús nos da ejemplo de amor a la Voluntad de Dios (ampliación: El “poder” de Jesús: la obediencia al Padre).

De hecho, lo normal sería que nuestra voluntad buscara su plena realización identificándose con la Voluntad de nuestro Dios-Creador (ampliación: La voluntad del Padre). Pero por una casi-misteriosa patología, tomamos a Dios por competidor y consideramos su Voluntad como amenaza contra nuestra libertad. En su perseverancia, «Jesús arrastra a la naturaleza [humana] recalcitrante hacia su verdadera esencia [la identificación con Dios]» (Benedicto XVI).

4º) «Entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo» (Lc 22,43-44). ¡Es la agonía! ¿Qué sucede ahí? Mientras los Apóstoles “andaban” «adormilados por la tristeza» (Lc 22,45), Jesucristo —con su Saber Divino— conoce la molicie de las ofensas humanas y —con su Amor Divino— sufre infinitamente, porque «el Amor no es amado» (San Francisco de Asís). Pero todo ese peso infinito comunica con la naturaleza humana de Cristo, que es finita. En consecuencia, podríamos decir, la naturaleza humana del Señor “revienta” —casi que no puede soportar aquello— y suda sangre por los poros de la piel. No sabemos cómo pudo sobreponerse… (ampliación: Muerte de Cristo, Dios estresado).

5º) «Se hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21). ¡Jesús sufre el daño (dolor, horror, autodestrucción…) de todos los pecados! Ahí nos encontramos con otro misterio (porque la finitud de nuestra naturaleza no nos permite cometer y sufrir el catálogo completo de todos los pecados) (ampliación: Jesús, el “verdadero Jonás”). Así lo explicaba san Juan Pablo II: «Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado. ‘Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él’ (2Cor 5,21)». He ahí el gran misterio: Cristo sufre el dolor —la tristeza— de todos los pecados de toda la historia de la humanidad… ¡Se hizo pecado!

En palabras de Benedicto XVI: «En su muerte en la Cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo». “Dios contra Dios”, dicho entre comillas porque el lenguaje humano resulta corto para explicar este “amor hasta el extremo”…, hasta el extremo de ponerse ahí donde estábamos los hombres: ¡lejos de Dios! Sí, “Dios lejos de Dios”: «Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración (…). Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio» (San Juan Pablo II).

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