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Temas evangeli.net

Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre de los orígenes
    1. El trabajo y el “trabajo de los trabajos” de los hijos de Dios

En definitiva, ¿en qué se concreta este “sacerdocio de la creación”? Después de bendecir al hombre y a la mujer, el Creador les dijo: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn 1,28). Esta indicación se complementa con otra que encontramos un poco más adelante: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2,15). Conservar y desarrollar la creación: he aquí la misión de los hijos de Dios. Más aún: perfeccionarnos como hijos de Dios mediante el perfeccionamiento de la creación; trabajando libremente en la obra del Padre, hacernos hijos de Él.

Es todo un reto. Así lo ha expresado Juan Pablo II: «La creación ha sido dada y confiada como tarea al hombre con el fin de que constituya para él no una fuente de sufrimientos, sino para que sea el fundamento de una existencia creativa en el mundo (...). Hay un gran reto para perfeccionar todo lo que ha sido creado, tanto a uno mismo como al mundo». El gran valor de la creación «alcanza su culmen después de la creación del hombre» (AG 12.IX.79, 5). El relato del Génesis lo expresa de un modo sencillo, ya que, al término de los primeros días, la Biblia dice que «vio Dios que era bueno» (Gn 1,10.12.18.25), mientras que, cuando termina el día sexto, el Creador manifiesta su gozo diciendo que «vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno» (Gn 1,31).

A Dios gracias, el trabajo ha adquirido una relevancia cultural en los últimos años como nunca antes había tenido. El trabajo ya no es concebido a manera de un castigo como consecuencia del pecado original; ya no es un mal menor que han de soportar los que no son ricos (porque la riqueza era entendida como la posibilidad de poder encargar trabajo a los otros). Desde un punto de vista social, el trabajo es reconocido como medio de autorealización básico e, incluso, como ámbito para la vivencia de la solidaridad con los otros. La teología también ha reaccionado y el Magisterio ve en el trabajo «una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas» (LE, saludo), más aún, en la realización del mandamiento de someter y dominar la creación, «el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo» (LE 4).

Es decir, el hombre debe “hablar de Dios” y hablar con Dios por medio del trabajo («Dominad la tierra») y también mediante el “trabajo de los trabajos” («Multiplicaos y llenad la tierra»), esto es, la familia y el crecimiento de la familia humana a través de la donación en el matrimonio. Con esta expresión, el “trabajo de los trabajos”, queremos remarcar la importancia que tiene la dedicación a la familia, ya que es en el ámbito familiar donde tiene lugar el tramo fundamental de la formación de los futuros profesionales.

La referencia al “trabajo de los trabajos” es una observación importante, ya que hay “trabajos” (mejor, estilos de trabajo) que “matan” a la familia. El estilo o la perspectiva con la que trabajamos es una cuestión decisiva. Trabajar no puede significar dominar o transformar la tierra de cualquier manera ni por cualquier motivo: trabajamos para Dios. Lo dice claramente el Catecismo: «Dios creó todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación» (CIC 358). Sin esta perspectiva, el hombre corre el riesgo de enclaustrarse en su “trabajo” y dejar de amar.

Lo ilustraremos con una explicación gráfica. Cuentan que, en cierta ocasión, había tres hombres trabajando en el pináculo de un gran edificio. Los entrevistaron sucesivamente, preguntándoles qué era lo que estaban haciendo. El primero respondió simplemente que estaba picando piedra. El segundo llegó un poco más lejos diciendo que se estaba procurando el sostenimiento de su familia. Finalmente, el tercero afirmó que estaba construyendo una catedral. Evidentemente, físicamente hablando, los tres picaban piedra, pero —interiormente, ¡cosa fundamental! — sólo uno estaba construyendo una catedral, y éste —con toda certeza— mantenía el horizonte más amplio y la motivación más elevada para tener una familia y para picar piedra con la mejor pericia posible.

¡El mundo está lleno de “picapedreros” !: cuántos abandonos familiares por “culpa del “trabajo”; cuántas injusticias, fraudes y malos tratos de los otros con ocasión del “trabajo” ... Desde siempre, el hombre ha mantenido pendientes de resolución/superación dos problemas relacionados con la actividad transformadora del mundo: la falta de coherencia (o de unidad) de vida y el desprendimiento. Da la impresión de que al hombre le cuesta hacer compatible el progreso material con el progreso espiritual. La perspectiva de que somos hijos de Dios —y de que según esta condición hemos de amar— es la que permite combinar ambos tipos de progreso. Muchas veces se ha procurado resolver la aparente incompatibilidad manifestando un recelo por lo que es actividad temporal y prosperidad material, pero, precisamente, el Creador nos mandó “dominar” la tierra. La clave del tema está en el hecho de “señorear” la tierra: en lugar de esclavos, hemos de ser señores de las cosas materiales; tener no es malo, pero sí que es nocivo buscar el tener más sin pensar en el ser más.

Dicen que el orden de los factores no altera el producto. En este caso, como si se tratara de la excepción que confirma la regla, el orden de los factores (de las prioridades) sí que altera el resultado: nos va el tener o no tener la disponibilidad necesaria para ser libres de verdad. Sí, libres de verdad, porque hay muchas maneras de intentar ser libres, pero sólo la libertad según la verdad es la que nos permite amar con un amor que no mata.

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