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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre histórico
    1. Amor de conversión

Además de saber sufrir sin hacer sufrir, en el momento supremo de la crucifixión, Jesucristo nos muestra también que el amor genuino comporta un saber perdonar sin recordar. El hombre histórico, que después del pecado original se relaciona con los otros frecuentemente con el “paso cambiado”, si quiere amar tiene que hacerlo también a través de la conversión. Dicho con otras palabras, los matrimonios que perseveran no son aquellos que no se enfadan nunca, sino los que saben perdonarse, y, los más felices son los que saben perdonarse más rápidamente.

Si la imagen de un Dios que sufre nos infunde un enorme respeto, más admiración nos causa todavía la figura de un Dios manso que goza perdonándonos. Ésta es una realidad que el propio Catecismo de la Iglesia destaca cuando afirma que Dios «muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados» (n. 270). En este sentido, una persona que disfruta de la visión cristiana de la vida tiene mucho de ganado: aquello que es de sentido común (son fieles al amor los que saben pedir perdón y perdonar), Cristo nos lo confirma con toda suerte de palabras y gestos. 

En cuanto a las palabras, nadie desconocerá la frecuencia con la que Él advirtió que no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se convirtieran; que no había venido a curar a los sanos, sino a los enfermos (cf. Lc 5,31-32); que en el Reino del cielo hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (cf. Lc 15,1-10).

Y quizá la coronación más bella de sus propias palabras fue la famosa Parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32), que en realidad se hubiera debido bautizar con el título de la Parábola del Padre rico en misericordia. “Paradójicamente”, en esta preciosa historieta el hermano que finalmente progresa en el amor es el que se había equivocado (por más grave que fuera el error). En efecto, viviendo disolutamente y saboreando la amargura de la soledad propia del “des-amor”, acaba confiando en la figura del padre, de quien sabe que obtendrá el perdón. Con este supuesto perdón podrá aspirar a rehacer su vida. Con todo, la respuesta del padre amoroso desborda las expectativas del hijo: éste no se atreve a pedir más que simplemente ser admitido a vivir nuevamente con su padre, si bien tratándolo como uno más de los jornaleros. La reacción del padre va mucho más allá: olvida absolutamente el pasado y lo restituye plenamente en su condición de hijo.

En cambio, el hijo mayor —que afirmaba de sí mismo no haber transgredido nunca ninguno de los mandatos de su padre— parece haber perdido el norte, hasta el punto de no valorar lo que significa tener en esta vida un padre y una familia. Él no se alegra del retorno de su hermano ni quiere asistir a la fiesta; lamenta que su padre, a pesar de no haberlo desobedecido, nunca le ha dado un cabrito para montar fiesta con sus amigos. En el fondo, si bien externamente este hijo mayor obedecía, en realidad, su corazón estaba lejos de su padre: no valoraba la alegría de tener un padre y, en consecuencia, todo lo que echa en falta es un cabrito para divertirse.

Simón Pedro, que más tarde tendría que experimentar en primera persona lo que es amar a base de conversión, fue quien preguntó al Maestro hasta cuántas veces debería perdonar al hermano que le ofende: «¿Hasta siete?». «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22), es decir, siempre: no hay otro modo de amar.

Si las palabras del Señor ya eran de por sí suficientemente elocuentes, no menos lo fueron sus gestos. Jesús, durante la Pasión, se lo “traga” todo, hasta el punto de pedir al Padre que perdone la acción de los que le estaban maltratando. Además, lo hace todo buscando el último atenuante que se podía encontrar para aquella culpa: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). La verdad es que hace falta mucha bondad para pensar que aquellos hombres no sabían lo que hacían. Pero así es Jesús y así nos instruye en el amor del hombre histórico. No digamos ya su reacción ante el arrepentimiento del “Buen Ladrón” (cf. Lc 23,39-43): como si este hombre —malhechor como había sido— nada de malo hubiese hecho jamás, lo “canoniza” antes de morir (realmente, es un caso que no conoce precedentes). La respuesta de Cristo desborda toda expectativa.

Finalmente, vale la pena considerar el caso del propio Simón Pedro en contraste con Judas Iscariote. Los dos tuvieron la desgracia de traicionar al Señor. Se suele hablar más de Judas como traidor, pero hay que reconocer que Pedro la hizo también muy gorda: en el peor momento, cuando el Señor era juzgado falsamente e hipócritamente, abofeteado, insultado, etc., Simón —padeciendo la debilidad propia del hombre histórico— juró falsamente que no conocía a Jesús de Nazaret. Ya está mal eso de jurar sin necesidad, peor es jurar en falso, pero horroroso ha de ser jurar falsamente delante del propio Jesús-Dios. Probablemente, nunca habría sucedido ni jamás sucederá que alguien jure en falso siendo consciente de tener físicamente delante a Dios mismo. La cuestión es que se oyó el segundo canto del gallo y Simón acababa de negar a Cristo por tercera vez (cf. Mc 14,72).

Pero la diferencia entre Judas Iscariote y san Pedro no está en quien lo hizo peor de los dos (ambos actuaron equivocadamente de manera gravísima). La diferencia entre el uno y el otro es que el primero —que fue recibido amablemente por Jesús en Getsemaní— no pidió perdón ni creyó que pudiera ser merecedor del perdón (se desesperó: cf. Mt 27,5) y, en cambio, el segundo «lloró amargamente» (Mt 26,75), después de que el Señor, girándose, se le dirigió la mirada también amablemente (cf. Lc 22,61).

Después, Jesucristo, una vez ya resucitado y puesto en medio de los Apóstoles (estando las puertas cerradas), ni siquiera les recordó que le habían abandonado: sencillamente les dice «La paz sea con vosotros» (Jn 20,19). El Señor no solamente los perdonó, sino que —por así decirlo— los mantuvo en el “cargo”: fue un acierto, ya que —de hecho— todos entregaron finalmente sus vidas por Dios.

«El que asciende —escribe san Gregorio de Nisa— no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin»: tal es la condición del amor del hombre histórico.

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