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Mujer y Varón (Teología del cuerpo de Juan Pablo II)

  1. El amor del hombre escatológico
    1. El peligro de la “cultura del entretenimiento”

Con todo, a pesar de que el hombre incorpora en su interior esta “tensión escatológica”, en la realidad de nuestro tiempo uno percibe una especie de insensibilidad respecto del más allá. Éste es el diagnóstico de Juan Pablo II: realmente, «el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las “cosas últimas”. Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por el otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los infiernos temporales, ocasionados por este siglo que está acabando (...). Así, pues, la escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo».

En otras traducciones de Cruzando el umbral de la esperanza aparece la expresión «cosas íntimas» en lugar de «cosas últimas». No deja de ser sintomático que Juan Pablo II hable de “cosas íntimas” cuando se refiere justamente a la muerte y a las realidades del más allá, comúnmente denominadas “cosas últimas” o, simplemente, “postrimerías”. Y es que, ¿hay algo más “íntimo” a uno mismo que su propia muerte y que su propia vida más allá del tiempo? Cuando uno se muere, es uno mismo quien se muere; cuando uno atraviesa el umbral que separa el tiempo de la eternidad, es uno mismo quien da este paso. Además, lo hace uno mismo él solo. Pocas cosas en esta vida realiza uno mismo de una manera tan personalísima y solo; pocas cosas, por tanto, hay tan íntimas como las realidades que estamos mencionando.

Estando así las cosas, sorprende que haya en nuestra cultura occidental una aparente despreocupación en relación a esta temática. Esto es síntoma claro de una grave crisis religiosa y cultural. Se ha instalado en nuestros días la “cultura del entretenimiento” (el sucedáneo —¡mal sucedáneo! — de la cultura de la donación).

Tal como ya hemos visto, el ser humano ha sido creado para amar: tanto su interior como también su corazón se encuentran como revestidos de un “significado esponsalicio”, es decir, tienen un “diseño” apto para la donación personal. Está claro que aquellos que no profundizan en esta dinámica del salir de uno mismo y vivir para los otros, para tener el entendimiento y la voluntad “ocupados”, han de buscar entretenimientos, siempre basados en la (relativa) fruición de la comodidad, anclada en el aquí y ahora. Son los mismos de la “libertad del taxi”, los de la absurda libertad del “no compromiso”. Entonces uno trata de procurarse la trepidación de la dimensión corporal, que causa la inhibición y somnolencia de la interioridad, y, consecuentemente, la despreocupación (miopía o pánico) por la eternidad.

En conjunto, esta “cultura del entretenimiento” no es más que una versión moderna de la ya clásica huida del hombre. De la misma manera que el hombre de los orígenes, una vez consumado el desorden moral original, comenzó a esconderse de Dios, también el hombre histórico contemporáneo (tan aficionado como es a reinventar el orden moral) huye de Dios, a pesar de que procura hacerlo de una manera tan “elegante”, tal como es la de declarar que ni Él ni su eternidad existen (o por lo menos, que nada —ni a favor ni en contra— puede afirmarse a ciencia cierta). ¡Miserable huida!: cuando el hombre huye de Dios, los dioses acaban por alcanzarlo. Y, ¡ya tenemos demasiado personal “alcanzado” por falsos dioses!

Una vez más, todas estas consideraciones, que son de sentido común y de experiencia cotidiana, las encontramos confirmadas por las palabras de Jesucristo: «Vigilad sobre vosotros mismos para que vuestros corazones no estén ofuscados por la crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y no sobrevenga aquel día de improviso sobre vosotros» (Lc 21,34-35). El Señor, en consecuencia, nos invita a cultivar los horizontes de eternidad, los únicos capaces de proporcionar un sentido amoroso a nuestro tiempo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen (...). Amontonad, en cambio, tesoros en el Cielo» (Mt 6,19-20). Un Padre de la Iglesia —san Julián de Toledo (+ a. 683)— lo comentaba diciendo que «todos los hombres temen la muerte de la carne, y pocos la del alma. Todos procuran que no llegue la muerte de la carne, que ciertamente ha de llegar algún día; por eso sufren. Se esfuerza para no morir, el hombre que ha de morir; y no se esfuerza para no pecar, el hombre que ha de vivir eternamente».

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