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Contemplar el Evangelio de hoy

Evangelio de hoy + homilia (de 300 palabras)

Martes Santo
1ª Lectura (Is 49,1-6): Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos: El Señor me llamó desde el vientre materno, de las entrañas de mi madre, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: «Tú eres mi siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré». Y yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas».

En realidad el Señor defendía mi causa, mi recompensa la custodiaba Dios. Y ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel; he sido glorificado a los ojos de Dios. Y mi Dios era mi fuerza: «Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
Salmo responsorial: 70
R/. Mi boca contará tu salvación, Señor.
A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído, y sálvame.

Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa.

Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías.

Mi boca contará tu justicia, y todo el día tu salvación. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas.
Versículo antes del Evangelio (): ¡Salve, Rey nuestro, obediente al Padre!: eres conducido a la crucifixión, como manso cordero al matadero.
Texto del Evangelio (Jn 13,21-33.36-38): En aquel tiempo, estando Jesús sentado a la mesa con sus discípulos, se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando». Él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?». Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Pero ninguno de los comensales entendió por qué se lo decía. Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que diera algo a los pobres. En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche.

Cuando salió, dice Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto. Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a vosotros». Simón Pedro le dice: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús le respondió: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Pedro le dice: «¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Le responde Jesús: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces».

«Era de noche»

Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica)

Hoy, Martes Santo, la liturgia pone el acento sobre el drama que está a punto de desencadenarse y que concluirá con la crucifixión del Viernes Santo. «En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche» (Jn 13,30). Siempre es de noche cuando uno se aleja del que es «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (Símbolo de Nicea-Constantinopla).

El pecador es el que vuelve la espalda al Señor para gravitar alrededor de las cosas creadas, sin referirlas a su Creador. San Agustín describe el pecado como «un amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios». Una traición, en suma. Una prevaricación fruto de «la arrogancia con la que queremos emanciparnos de Dios y no ser nada más que nosotros mismos; la arrogancia por la que creemos no tener necesidad del amor eterno, sino que deseamos dominar nuestra vida por nosotros mismos» (Benedicto XVI). Se puede entender que Jesús, aquella noche, se haya sentido «turbado en su interior» (Jn 13,21).

Afortunadamente, el pecado no es la última palabra. Ésta es la misericordia de Dios. Pero ella supone un “cambio” por nuestra parte. Una inversión de la situación que consiste en despegarse de las criaturas para vincularse a Dios y reencontrar así la auténtica libertad. Sin embargo, no esperemos a estar asqueados de las falsas libertades que hemos tomado, para cambiar a Dios. Según denunció el padre jesuita Bourdaloue, «querríamos convertirnos cuando estuviésemos cansados del mundo o, mejor dicho, cuando el mundo se hubiera cansado de nosotros». Seamos más listos. Decidámonos ahora. La Semana Santa es la ocasión propicia. En la Cruz, Cristo tiende sus brazos a todos. Nadie está excluido. Todo ladrón arrepentido tiene su lugar en el paraíso. Eso sí, a condición de cambiar de vida y de reparar, como el del Evangelio: «Nosotros, en verdad, recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero éste no hizo mal alguno» (Lc 23,41).

Pensamientos para el Evangelio de hoy

  • «Para mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros… Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios» (San Ignacio de Antioquía)

  • «El Cenáculo nos recuerda la comunión, la fraternidad, la armonía, la paz entre nosotros. ¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo! ¡Cuánta caridad ha salido de allí! Todos los santos han bebido de aquí» (Francisco)

  • «En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas (…). Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo, el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1.851)

Otros comentarios

«Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él»

Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)

Hoy contemplamos a Jesús en la oscuridad de los días de la pasión, oscuridad que concluirá cuando exclame: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30); a partir de ese momento se encenderá la luz de Pascua. En la noche luminosa de Pascua —en contraposición con la noche oscura de la víspera de su muerte— se harán realidad las palabras de Jesús: «Ahora el Hijo del hombre es glorificado, y Dios es glorificado en Él» (Jn 13,31). Puede decirse que cada paso de Jesús es un paso de muerte a Vida y tiene un carácter pascual, manifestado en una actitud de obediencia total al Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,9), actitud que queda corroborada con palabras, gestos y obras que abren el camino de su glorificación como Hijo de Dios.

Contemplamos también la figura de Judas, el apóstol traidor. Judas mira de disimular la mala intención que guarda en su corazón; asimismo, procura encubrir con hipocresía la avaricia que le domina y le ciega, a pesar de tener tan cerca al que es la Luz del mundo. Pese a estar rodeado de Luz y de desprendimiento ejemplar, para Judas «era de noche» (Jn 13,30): treinta monedas de plata, “el excremento del diablo” —como califica Papini al dinero— lo deslumbraron y amordazaron. Preso de avaricia, Judas traicionó y vendió a Jesús, el más preciado de los hombres, el único que puede enriquecernos. Pero Judas experimentó también la desesperación, ya que el dinero no lo es todo y puede llegar a esclavizar.

Finalmente, consideramos a Pedro atenta y devotamente. Todo en él es buena voluntad, amor, generosidad, naturalidad, nobleza... Es el contrapunto de Judas. Es cierto que negó a Jesús, pero no lo hizo por mala intención, sino por cobardía y debilidad humana. «Lo negó por tercera vez, y mirándolo Jesucristo, inmediatamente lloró, y lloró amargamente» (San Ambrosio). Pedro se arrepintió sinceramente y manifestó su dolor lleno de amor. Por eso, Jesús lo reafirmó en la vocación y en la misión que le había preparado.