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Jesús muere en la Cruz
Ya hemos llegado al “culmen” de la vida de Jesús. Aquel “dramático final” en el Monte de la Calavera (¡el nombre del lugar ya lo dice todo!) no fue improvisado: aunque nos parezca increíble, antes de la creación del mundo, Dios ya lo tenía “pre-visto” (¡otro misterio!).
San Pablo —que ponía por escrito la tradición con que le estaban instruyendo— es totalmente explícito: «Dios, en Él [Jesucristo], nos eligió antes de la creación del mundo (…), mediante su sangre» (Ef 1,3-4.7) (hemos abreviado la cita, seguramente desluciéndola). Así es como nos ha bendecido el Padre del Cielo: ¡por la Sangre de su Hijo!
Cuando Jesús es “desclavado” y “bajado” de SU Cruz y depositado en el regazo de su (nuestra) Madre, ya no le queda Sangre: la ha derramado TODA por nuestra eterna felicidad (ampliación: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu»).
1º) «Cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron» (Lc 23,33). Otra vez, nos sorprende la brevedad de la descripción, casi como si se tratara de algo normal o natural en Él: simplemente, «le crucificaron». Lo mismo que en su nacimiento: ¡pocas palabras, con naturalidad!
Sólo un Gran Amor (¡Infinito!) puede explicar un sufrimiento tan sereno, vivido con tanta naturalidad. En síntesis: no nos redime la violencia de una cruz (¡con clavos!), ni los insultos…; lo que nos “eleva” es el Amor que Jesús muestra en su misericordia, paciencia, obediencia, generosidad, comprensión… (todo ello en un régimen de dolor casi-insoportable).
Después del pecado original (y de incontables pecados personales), lo que el hombre necesitaba era un “plus” de Amor, una “esperanza inquebrantable” de salvación (ampliación: «Para que todo el que crea en Él tenga vida eterna»).
2º) «Después de crucificarlo, se repartieron sus ropas echando suertes» (Mt 27,35). Ese detalle no fue un simple “detalle”: los cuatro Evangelios lo narran. Ahí hay más cosas que la ropa de Jesús. Por lo pronto, desde el punto de vista físico, se cumple literalmente Sal 22,19 (causa admiración la exactitud de la profecía). Pero hay más, ¡mucho más!: se trata de un “despojo” vital. Amor significa “despojo” (renuncia) de uno mismo para darse a los otros. No es sólo el despojo de la ropa (¡que fue tremendamente vergonzoso!, para Jesús y para su Madre); es el despojo de Sí Mismo (escondiendo —desde Getsemaní— su Divinidad, en un «vaciarse en el interior de su potestad», según escribió san Hilario de Poitiers en el siglo IV).
Todo ello está perfectamente descrito por san Pablo en Fil 2,6-8. Cristo no se aferró ni a su condición divina (es evidente, pues desde abajo le provocaban para que —bajando de la cruz— demostrara que era el Hijo de Dios…, pero Él no cedió al miserable chantaje), ni tampoco se aferró a su belleza humana, porque «tomó forma de siervo (…) y se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,7-8) (la “muerte de cruz” era lo más espantoso que a uno podía sucederle). Podríamos decir que el Hijo de Dios vive un doble “despojo”: la Encarnación y la Pasión (hay más despojo en el “humanarse” que en el “crucificarse”…: por decirlo de alguna manera, es más largo el trayecto que va del Cielo a la tierra que el Camino de la Cruz) (ampliación: «Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos...»).
Llegados a este punto, regresamos de nuevo a la “naturalidad” (con que Cristo vive todo el “despojo” de su Pasión). Para las Personas Divinas (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) lo natural es existir (ser) en una eterna y permanente renuncia de Amor (despojo, abajamiento, vaciamiento, anonadamiento… amorosos). En la vida de Jesús —más visiblemente en su Pasión— esa corriente trinitaria de “despojo amoroso” nos envuelve plenamente a nosotros. También el Padre vive ese “despojo amoroso”, pues Él no se aferró su Hijo sino que nos lo entregó… También el Espíritu Santo (que es “don” de ambos; “Señor y Dador de vida”)... ¡Dios es así! ¡Ojalá Él nos conceda entenderlo! (ni que sea mínimamente).
3º) «Pilato mandó escribir el título y lo hizo poner sobre la cruz. Estaba escrito: ‘Jesús Nazareno, el Rey de los judíos’» (Jn 19,19). Con este título, Pilato —que continuaba jugando con su frivolidad— se burlaba de los judíos, los cuales, evidentemente, se quejaron. La respuesta fue: «Lo que he escrito, escrito está» (Jn 19,22). En todo caso, ni era certera la versión de Pilato, ni era cierta la que pretendían los judíos. La “versión” cristiana es: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36).
Un Dios-Rey que, nacido en un establo, vive con pañales y, lo más llamativo, muere “en pañales” (es decir, sin nada). Después de lo dicho sobre el “despojamiento amoroso” sólo resta re-afirmar que Dios, antes que “poder absoluto”, es sobre todo “absoluto amor”: «Su soberanía no se manifiesta aferrándose a lo propio, sino entregándolo» (H.U. von Balthasar) (ampliación: «Bendito el que viene en nombre del Señor»).
24 de noviembre
Domingo 34 del tiempo ordinario: Jesucristo, Rey del Universo (B)
Vídeo del Evangelio y comentario
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