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Jesús en los Misterios del Rosario

  1. Misterios de Dolor
    1. Jesús muere en la Cruz
      1. Muerte de Jesús

4º) «Y Jesús decía: —Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,24). Afortunadamente para nosotros, el ambiente que se respiraba arriba en la Cruz era mucho mejor que el que se vivía abajo, pues «los príncipes de los sacerdotes se burlaban a una con los escribas y ancianos» (Mt 27,41). ¡Es sorprendente —enfermiza— nuestra afición por la burla de Dios y de su Iglesia!

Cristo crucificado (sin enfadarse, sin quejarse, sin amenazar) es la “esperanza inquebrantable”. No es un juego de palabras: la esperanza del hombre en Dios se basa en la esperanza de Dios en el hombre (¡Dios no se cansa de nosotros!). A pesar de los continuos insultos y desprecios y provocaciones, Jesús perseveró en la Cruz, rezando varias horas (entre 3 y 5) por nosotros (ampliación: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»).

5º) «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Ahí aparece el “otro” gran privilegiado del Via Crucis: Dimas. El primer gran “privilegiado” —Simón de Cirene— probablemente tuvo el honor de cargar con Jesús y con la Cruz (de Jesús). Hemos supuesto que Simón escuchó —por lo menos, en algunos momentos— lo que Jesús decía a su Padre durante aquella cuesta…

En el caso de Dimas no es una suposición: él veía el contraste entre los insultos / provocaciones del “entorno” y la bondad suplicante de Jesucristo. También Dimas se enamoró de Jesús y se convirtió. Es decir: Dimas reconoció la inocencia de Cristo, confesó su propia culpa y pidió ayuda a Jesús (un modo de pedir perdón).

El resultado no podía haber sido mejor: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). Dimas fue canonizado antes de morir, y canonizado por Cristo (sólo Él puede canonizar a alguien antes de morir). ¡Éste es Jesús; así es Dios! ¡Buena esperanza para todos nosotros! (ampliación: La realeza de Jesús en el momento de la crucifixión).

Quizá la fe de Dimas no fue perfecta al comienzo: no sabemos hasta qué punto el “buen ladrón” captó la Divinidad de Cristo. Él pidió entrar en un “Reino” (el de Jesús) y recibió (aquella misma tarde) entrar en un “Paraíso” (el de la Santísima Trinidad)... En todo caso, Dimas vio la muerte de Cristo y todo lo que la acompañó: la naturaleza misma se estremeció (se “resintió”) en la Muerte de su Señor (cf., por ejemplo, Mt 27,51-53). Si Dimas no lo había captado antes, en aquel momento debió completar su fe en la Divinidad de Jesús.

6º) «Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Ahí tenemos el misterio más grande: Jesús siente la lejanía de Dios; Jesucristo ha devenido el “Dios lejos de Dios” (de eso ya hemos tratado en el punto en “La oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní”).

Verdaderamente «se hizo pecado por nosotros» (2Cor 5,21) y eso comporta graves inconvenientes: el más pésimo de ellos es caer “lejos de Dios”, a saber, «estar perdido en la muerte sin por eso encontrar a Dios, hundido en el abismo de la tristeza, pobreza y oscuridad, en la fosa, sin saber salir de ahí por sus propias fuerzas» (H.U. von Balthasar). Hasta ese “lugar” ha ido Jesucristo para tendernos su mano, atravesando no sólo las puertas de la “muerte primera” (la muerte “natural”), sino incluso las de la “muerte segunda” (la muerte moral/espiritual, lejos de Dios, donde ya no se percibe la luz ni el calor de los rayos del Sol).

7º) «Mujer, aquí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Jesús ofreció grandes sufrimientos, no sólo para expiar nuestros pecados (que sí, aunque hubiese podido pasar con mucho menos), sino sobre todo en vista a los frutos que iban a derivarse de tal ofrecimiento. Ahora aparece uno de esos frutos: la filiación divina. Si somos hijos de María, somos hermanos de Jesús y, por tanto, hijos de Dios. Eso se confirmará en la Resurrección (ampliación: Nuestra Señora de los Dolores).

Las cosas fueron así porque Dios lo quiso así. A los familiares del condenado no les estaba permitido en modo alguno acercarse a la cruz. Pero la voluntad salvífica de Dios es irresistible y, en algún momento, se le permitió a la Madre (acompañada, por lo menos, por Juan) acercarse al Crucificado. Ahí Cristo —con la poca voz que le quedaba— aprovechó la oportunidad. María, ya preparada para aquel momento, aceptó (¡sin más!, sin preguntar “por qué” ni nada por el estilo). «Después le dice al discípulo: —Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Nuestra Madre, ¡Jesús!

8º) «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Jesús es el “Camino” (Jn 14,6). El Hijo de Dios, en el Calvario, hizo tres cosas que cualquiera de nosotros puede realizar siempre, en cualquier situación, por más difíciles que sean las circunstancias: 1. Cumplir el deber del momento (para Él fue dejarse clavar en la cruz; para mí: ¿qué se me pide ahora?); 2. Rezar (y perdonar); 3. Dejar las cosas en manos del Padre. Todo eso siempre podemos hacerlo. ¡Éste es nuestro camino! (ampliación: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy»).

9º) «Cuando llegaron a Jesús, al verle ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza» (Jn 19,33-34). Apenas hacía unos minutos, María había aceptado ser nuestra Madre. Sabe mal reconocer que el primer “regalo” que le ofrecimos los hombres fue ése de reventar el Corazón de su Hijo. Le dolió mucho más a Ella que a Él (que ya había entregado su espíritu). Sin embargo, no se enfadó con nosotros… ¡María se parece mucho a Jesús! (ampliación: «Una espada te atravesará el alma»).

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