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Temas evangeli.net

¡El tránsito a un nuevo tiempo! La Divina Misericordia

  1. Avisos, milagros y castigos
    1. ¿Milagros?
      1. ¿Puede Dios intervenir?

Dios ha muerto, Nietzsche ha muerto y yo, francamente, no me encuentro muy bien”: éste es el texto de una pintada que apareció hace años. Hizo fortuna y refleja muy bien el estado anímico actual (por lo menos, en las zonas de cristianismo envejecido).

Unos le declaran muerto y pretenden ocupar Su lugar; no faltan quienes le persiguen sin freno; otros —muchos otros— viven como si Él no existiera o como si no lo necesitásemos para nada. Muchos se manifiestan agnósticos: fingiendo un ecuánime “respeto”, no dicen ni “sí”, ni “no”; más bien no dicen nada (si Dios existe, es Su problema). En todo caso, si existe, no tiene nada que hacer en nuestra historia.

Casi que es ridículo plantear si Dios puede o no puede intervenir en nuestra historia: un “dios” que no pudiera actuar sobre la historia y sobre la materia, simplemente, ya no sería Dios (Ampliación: Al Dios verdadero le pertenece también el mundo de la materia).

Pero, realmente, las llamadas a la conversión (avisos), los milagros y los anuncios de los castigos no parecen suscitar una reacción universal y profunda, generalizada, menos aún si estas llamadas proceden de lugares rurales remotos y de niños que eran casi analfabetos (o sin el “casi”). ¿Ha fracasado la Madre de Dios? ¿No sería “ilusorio” pensar que Dios pueda intervenir en nuestra historia?

1o) «¿No ve Él mis caminos y lleva cuenta de mis pasos (Jb 31,4), se pregunta Job. El Antiguo Testamento está lleno de palabras del Señor declarando su soberanía absoluta y universal:

a) Este convencimiento es confirmado en el Nuevo Testamento: «No hay ante ella [la palabra divina] criatura invisible_, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta»_ (Heb 4,13).

b) Reafirmado, sobre todo, por las palabras del mismo Jesucristo: «Tu Padre ve en lo oculto» (Mt 6,6); «Ni uno solo de ellos [los pájaros] caerá en tierra sin que lo permita vuestro Padre» (Mt 10,29). En fin, por lo que respecta a nosotros, «hasta los cabellos (…) están todos contados» (Mt 10,30). Etcétera. Hasta aquí las “palabras”. Pero, ¿y los hechos? ¿Dios actúa? ¿Podemos constatarlo?

2o) «Ellos [los israelitas] no escucharon, sino que endurecieron su cerviz (...). Entonces el Señor se irritó muchísimo contra Israel y los apartó de su presencia. No quedó más que la tribu de Judá, ella sola» (2Re 17,14.18). Esto tiene una fecha concreta: 722 a.C. Los israelitas habían pecado contra el Señor, sin hacer caso de los avisos de los profetas. Dios actuó en consecuencia: «El rey de Asiria tomó Samaría, y llevó a Israel cautivo a Asiria» (v. 5). Era la caída del Reino judío del Norte.

3o) En cambio, en aquellos mismos tiempos, el rey de los asirios no tuvo la misma suerte cuando amenazaba al Reino del Sur (con Jerusalén como capital), donde el rey judío Ezequías pidió ayuda a Dios:

a) El profeta Isaías, de parte del Señor, hizo saber a Ezequías: «Esto dice el Señor, Dios de Israel: He escuchado cuanto me has pedido en oración respecto a Senaquerib, rey de Asiria (…): ‘No entrará en esta ciudad (…). Por el mismo camino que ha venido se marchará’» (2Re 19,20.32-33).

b) De hecho, «aquella noche salió el ángel del Señor e hirió a ciento ochenta y cinco mil en el campamento de los asirios (…). Todos aquellos eran cadáveres. Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento se marchó de vuelta a su tierra; después permaneció en Nínive» (2Re 17,35-36).

c) La humana historia es, esencialmente, “Historia de Salvación”. Lo que hemos mencionado del Antiguo Testamento son dos minúsculas muestras de cómo actúa el Señor procurando nuestra salvación. El Nuevo Testamento, a su vez, describe incontables actuaciones de Jesucristo —dejando rastro en la historia— mostrando su soberanía absoluta (expulsiones del diablo, curaciones milagrosas, tormentas calmadas…).

d) Con todo, su intervención más soberana es su propia resurrección: «Doy mi vida para tomarla de nuevo (…). Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla» (Jn 10,17-18).

e) El envío de castigos (“castigos” con todas las de la ley) por medio de ángeles (u otras causas intermedias) no es una exclusiva de tiempos remotos (durante el Antiguo Testamento). Más recientemente, otro personaje que agotó la paciencia de Dios fue el rey Herodes Agripa. Después de matar a Santiago Apóstol, intentó liquidar a Simón Pedro. No solamente no lo consiguió (cf. Hch 12,1-19), sino que «le hirió un ángel del Señor, porque no había dado gloria a Dios; y expiró comido por los gusanos» (Hch 12,23). Era el año 44 d.C.

f) María Santísima, sencillamente, nos quisiera ahorrar esta dura “medicina”. Nos lo está advirtiendo miles de veces (tal como el Señor, a través de los profetas, lo hizo con el antiguo Israel). Dios puede actuar, está actuando y actuará. Pero nuestra libertad no debiera abusar de su Misericordia. No sería deseable que sucediera tal como san Pío de Pietrelcina (¡los santos tienen sus intuiciones!) lamentó: —Cuando se den cuenta, ya será tarde (llegado el día, Dios «¿encontrará fe en la tierra?»).

4o) «Yo soy» (Jn 8,58). Éste es Dios: «Yo soy». Así lo manifestó en la antigüedad a Moisés (cf. Ex 3,14) y Cristo mismo así se presentó reiteradamente: «Yo soy». Para nosotros resulta una enigmática manera de presentarse, tan enigmática como su actuación: el “silencio de Dios”… Parece que no está, o, por lo menos, tenemos la impresión de que actúa muy tarde, o muy de tarde en tarde:

a) Más de 2.000 años de redención; miles de apariciones en los últimos años… «Dios, ¿tiene poco poder en este mundo?». El Papa Ratzinger responde: «En cualquier caso, no ha querido ejercer su poder tal como nosotros habríamos deseado (…). ¿Por qué se muestra tan débil?, ¿por qué reina solamente de esta manera tan extrañamente débil, y acaba en la cruz, como un fracasado? Es evidente que quiere reinar así; ésta es la forma divina del poder».

b) «Yo creo, y eso puede comprobarse, que Dios ha intervenido en la historia de una forma mucho más suave de lo que nos habría gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Y si nosotros deseamos que Dios respete la libertad, hemos de aprender a respetar y amar la suavidad de su obrar» (Benedicto XVI).

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