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Contemplar el Evangelio de hoy

Evangelio de hoy + homilia (de 300 palabras)

Jueves 1 del tiempo ordinario
1ª Lectura (1Sam 4,1-11): En aquellos días, se reunieron los filisteos para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos y acamparon junto a Piedrayuda, mientras que los filisteos acampaban en El Cerco. Los filisteos formaron en orden de batalla frente a Israel. Entablada la lucha, Israel fue derrotado por los filisteos; de sus filas murieron en el campo unos cuatro mil hombres. La tropa volvió al campamento, y los ancianos de Israel deliberaron: «¿Por qué el Señor nos ha hecho sufrir hoy una derrota a manos de los filisteos? Vamos a Siló, a traer el arca de la alianza del Señor, para que esté entre nosotros y nos salve del poder enemigo».

Mandaron gente a Siló, a por el arca de la alianza del Señor de los ejércitos, entronizado sobre querubines. Los dos hijos de Elí, Jofní y Fineés, fueron con el arca de la alianza de Dios. Cuando el arca de la alianza del Señor llegó al campamento, todo Israel lanzó a pleno pulmón el alarido de guerra, y la tierra retembló. Al oír los filisteos el estruendo del alarido, se preguntaron: «¿Qué significa ese alarido que retumba en el campamento hebreo?».

Entonces se enteraron de que el arca del Señor había llegado al campamento y, muertos de miedo, decían: «¡Ha llegado su Dios al campamento! ¡Ay de nosotros! Es la primera vez que nos pasa esto. ¡Ay de nosotros! ¿Quién nos librará de la mano de esos dioses poderosos, los dioses que hirieron a Egipto con toda clase de calamidades y epidemias? ¡Valor, filisteos! Sed hombres, y no seréis esclavos de los hebreos, como lo han sido ellos de nosotros. ¡Sed hombres, y al ataque!».

Los filisteos se lanzaron a la lucha y derrotaron a los israelitas, que huyeron a la desbandada. Fue una derrota tremenda: cayeron treinta mil de la infantería israelita. El arca de Dios fue capturada, y los dos hijos de Elí, Jofní y Fineés, murieron.
Salmo responsorial: 43
R/. Redímenos, Señor, por tu misericordia.
Ahora nos rechazas y nos avergúenzas, y ya no sales, Señor, con nuestras tropas: nos haces retroceder ante el enemigo, y nuestro adversario nos saquea.

Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean; nos has hecho el refrán de los gentiles, nos hacen muecas las naciones.

Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?
Versículo antes del Evangelio (Mt 4,23): Aleluya. Jesús predicaba el Evangelio del Reino y sanaba toda dolencia en el pueblo. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 1,40-45): En aquel tiempo, vino a Jesús un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio». Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio».

Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a Él de todas partes.

«‘Si quieres, puedes limpiarme’ (...). ‘Quiero; queda limpio’»

Rev. D. Xavier PAGÉS i Castañer (Barcelona, España)

Hoy, durante nuestro tiempo diario de oración deseamos y pedimos oír la voz del Señor. «¡Ojalá oyereis la voz del Señor: ‘No queráis endurecer vuestros corazones’!» (Heb 3,7-8). En esta breve cita, se contienen dos cosas: un anhelo y una advertencia. Ambas conviene no olvidarlas nunca.

Pero, quizá, con demasiada frecuencia nos preocupamos de llenar ese tiempo con palabras que nosotros queremos decirle, y no dejamos tiempo para escuchar lo que el Buen Dios nos quiere comunicar. Velemos, por tanto, para tener cuidado del silencio interior que —evitando las distracciones y centrando nuestra atención— nos abre un espacio para acoger los afectos, inspiraciones... que el Señor, ciertamente, quiere suscitar en nuestros corazones.

Un riesgo, que no podemos olvidar, es el peligro de que nuestro corazón —con el paso del tiempo— se nos vaya endureciendo. A veces, los golpes de la vida nos pueden ir convirtiendo, incluso sin darnos cuenta de ello, en una persona más desconfiada, insensible, pesimista, desesperanzada... Hay que pedir al Señor que nos haga conscientes de este posible deterioro interior. La oración es ocasión para echar una mirada serena a nuestra vida y a todas las circunstancias que la rodean. Hemos de leer los diversos acontecimientos a la luz del Evangelio, para descubrir en cuáles aspectos necesitamos una auténtica conversión.

¡Ojalá que nuestra conversión la pidamos con la misma fe y confianza con que el leproso se presentó ante Jesús!: «Puesto de rodillas, le dice: ‘Si quieres, puedes limpiarme’» (Mc 1,40). Él es el único que puede hacer posible aquello que por nosotros mismos resultaría imposible. Dejemos que Dios actúe con su gracia en nosotros para que nuestro corazón sea purificado y, dócil a su acción, llegue a ser cada día más un corazón a imagen y semejanza del corazón de Jesús. Él, con confianza, nos dice: «Quiero; queda limpio» (Mc 1,41).


Pensamientos para el Evangelio de hoy

  • «Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor. Este amor [misericordioso de Dios] se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza» (San Juan Pablo II)

  • «Vivimos en este mundo en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable. Sólo se le puede encontrar con el impulso del corazón y reconocer que no sólo vivimos de “pan”, sino ante todo de la obediencia a la Palabra de Dios» (Benedicto XVI)

  • «Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (cf. Col 1,24) Entonces llegan a ser plenamente ‘colaboradores de Dios’ (1Cor 3,9) y de su Reino» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 307)