Nuestra página utiliza cookies para mejorar la experiencia de usuario y le recomendamos aceptar su uso para aprovechar plenamente la navegación

Contemplar el Evangelio de hoy

Evangelio de hoy + homilia (de 300 palabras)

Jueves 28 del tiempo ordinario
1ª Lectura (Ef 1,1-10): Yo, Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, os deseo a vosotros, los hermanos y fieles cristianos que estáis en Éfeso, la gracia y la paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en él con toda clase de bienes espirituales y celestiales. El nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor, y determinó, porque así lo quiso, que, por medio de Jesucristo, fuéramos sus hijos, para que alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido por medio de su Hijo amado. Pues por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El ha prodigado sobre nosotros el tesoro de su gracia con toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegara la plenitud de los tiempos: hacer que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, tuvieran a Cristo por cabeza.
Salmo responsorial: 97
R/. El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad.
Cantemos al Señor un canto nuevo, pues ha hecho maravillas. Su diestra y su santo brazo le han dado la victoria.

El Señor ha dado a conocer su victoria, y ha revelado a las naciones su justicia. Una vez más ha demostrado Dios su amor y su lealtad hacia Israel.

La tierra entera ha contemplado la victoria de nuestro Dios. Que todos los pueblos y naciones aclamen con júbilo al Señor.

Cantemos al Señor al son del arpa, suenen los instrumentos. Aclamemos al son de los clarines al Señor, nuestro rey.
Versículo antes del Evangelio (Jn 14,6): Aleluya. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, si no es por mí, dice el Señor. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 11,47-54): En aquel tiempo, el Señor dijo: «¡Ay de vosotros, porque edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto, sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis sus sepulcros. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: ‘Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán’, para que se pidan cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, el que pereció entre el altar y el Santuario. Sí, os aseguro que se pedirán cuentas a esta generación. ¡Ay de vosotros, los legistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que están entrando se lo habéis impedido».

Y cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle implacablemente y hacerle hablar de muchas cosas, buscando, con insidias, cazar alguna palabra de su boca.

«¡(...) edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron!»

Rev. D. Pedro-José YNARAJA i Díaz (El Montanyà, Barcelona, España)

Hoy, se nos plantea el sentido, aceptación y trato dado a los profetas: «Les enviaré profetas y apóstoles, y a algunos los matarán y perseguirán» (Lc 11,49). Son personas de cualquier condición social o religiosa, que han recibido el mensaje divino y se han impregnado de él; impulsados por el Espíritu, lo expresan con signos o palabras comprensibles para su tiempo. Es un mensaje transmitido mediante discursos, nunca halagadores, o acciones, casi siempre difíciles de aceptar. Una característica de la profecía es su incomodidad. El don resulta molesto para quien lo recibe, pues le escuece internamente, y es incómodo para su entorno, que hoy, gracias a Internet o los satélites, puede extenderse a todo el mundo.

Los contemporáneos del profeta pretenden condenarlo al silencio, lo calumnian, lo desacreditan, así hasta que muere. Llega entonces el momento de erigirle el sepulcro y de organizarle homenajes, cuando ya no molesta. No faltan actualmente profetas que gozan de fama universal. La Madre Teresa, Juan XXIII, Monseñor Romero... ¿Nos acordamos de lo que reclamaban y nos exigían?, ¿ponemos en práctica lo que nos hicieron ver? A nuestra generación se le pedirá cuentas de la capa de ozono que ha destruido, de la desertización que nuestro despilfarro de agua ha causado, pero también del ostracismo al que hemos reducido a nuestros profetas.

Todavía hay personas que se reservan para ellas el “derecho de saber en exclusiva”, que lo comparten —en el mejor de los casos— con los suyos, con aquellos que les permiten continuar aupados en sus éxitos y su fama. Personas que cierran el paso a los que intentan entrar en los ámbitos del conocimiento, no sea que tal vez sepan tanto como ellos y los adelanten: «¡Ay de vosotros, los legistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que están entrando se lo habéis impedido» (Lc 11,52).

Ahora, como en tiempos de Jesús, muchos analizan frases y estudian textos para desacreditar a los que incomodan con sus palabras: ¿es éste nuestro proceder? «No hay cosa más peligrosa que juzgar las cosas de Dios con los discursos humanos» (San Juan Crisóstomo).

Pensamientos para el Evangelio de hoy

  • «¿Qué pensar de los que se adornan con un nombre y no lo son? Así, muchos se llaman cristianos, pero no son hallados tales en realidad, porque no son lo que dicen, ni en la vida, ni en las costumbres, ni en la esperanza, ni en la caridad» (San Agustín)

  • «Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor» (Benedicto XVI)

  • «Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo: Él es el “hombre perfecto” que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 520)