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Estimado/a amigo/a:

Nos disponemos a celebrar el misterio más grande, íntimo y profundo de Dios: un solo Dios y Tres Personas divinas. ¡Dios es una Familia! ¡Es Amor! ¿Quién hubiese podido antes siquiera sospechar esta maravillosa realidad? ¡Celebramos la belleza de Dios en sí misma!

En la antigüedad —teológicamente hablando, antes de la venida de Jesucristo todo es “antigüedad”— los hombres conocían a Dios sólo fragmentariamente. ¡Incluso se le tenía miedo! Peor todavía: se “les tenía” miedo, porque el politeísmo (creencia en varios o muchos “dioses”) ha sido una debilidad constante en el pensamiento antiguo. En el mundo pagano apenas unas pocas almas —como Aristóteles— fueron capaces de razonar que solamente era posible la existencia de un único Dios.

Sólo el pueblo judío —como pueblo elegido para regeneración de la Humanidad— estuvo “inmune” del error politeísta. Dios trató de preservar el monoteísmo (fe en un único Dios) entre los de Israel, preparándolos para el momento de la revelación trinitaria. ¡Es un tema muy serio! Cada vez que los israelitas fueron infieles a esta verdad sufrieron duramente sus consecuencias (guerras y derrotas, exilios, etc.). Hoy día nos puede parecer una barbaridad que Dios mismo se permitiera tal modo de proceder. ¡Aprendamos de la historia!: desconocer al verdadero Dios es lo peor que nos puede suceder en esta vida y en la del más allá.

Con la Encarnación de Dios Hijo se produce “un antes y un después”. Todo cambia desde que Jesús nos desveló —poco a poco— la maravilla de que Él tiene un Padre eterno —con el cual se identifica plenamente— y cuyo Espíritu que les une es también otra Persona (no una “energía”) de categoría divina.

«Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí» (Jn 15,26). Jesús habló de modo natural —familiar y personal— del Padre y del Espíritu Santo. Cristo no hizo una exposición teológica. Han sido los filósofos y teólogos cristianos quienes, con el paso de los años, han profundizado en el “ser” de cada una de las Personas Divinas.

Precisamente, la reflexión sobre las acciones espirituales de que somos capaces los seres humanos —entender y amar— nos ha permitido entender algo más del misterio trinitario. El conocimiento que el Padre tiene de sí mismo —su propia imagen— es tan perfecto, tan infinito que es substancialmente una Persona divina: el Hijo, totalmente semejante al Padre. A la vez, de este “infinito semejarse” procede una mutua complacencia —un Amor— que también es infinito: el Espíritu Santo es la divina personificación del amor entre el Padre y el Hijo.

Todo este desarrollo puede parecer abstracto, pero… ¿no hallamos en ello también un rastro de nuestro propio ser? ¡Somos su imagen! ¿No es cierto que cada uno de nosotros es capaz de pensar en sí mismo, de tener una imagen de sí mismo? La diferencia está en que la imagen que yo tengo de mí mismo no es substancial (no es una persona completa), ni infinita. En el caso de Dios sí que lo es (¡por eso es Dios!). Y, ¿qué decir del amor humano? ¿No es también cierto que somos capaces de amar e identificarnos con la persona que amamos? Sin embargo, no podemos hacerlo en grado infinito (frecuentemente, nuestro amor —siendo real—es frágil). ¿No son nuestros hijos una personificación del amor de los padres? En el caso de Dios todo esto es vivido a un nivel infinito: es la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, Amor infinito que procede del Padre y del Hijo.

Estamos invitados a formar parte de esta “Familia”, de la cual somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Hablar con el Padre, hablar con el Hijo, hablar con el Espíritu Santo: ¡he ahí la rebeldía más grande de la que es capaz el ser humano!

Antoni Carol i Hostench, pbro.

 

(Coordinador General de evangeli.net)

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